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El arte de la comunicación

Las pérdidas de la capacidad de comunicación actúan negativamente en el com­portamiento social. La comunicación efectiva se basa en el respeto real al otro, manifiesto en las respuestas concretas a las demandas de la vida

por Graziella Pogolotti

Me horroriza pensar que algún día nuestros interlocutores serán robots. Artefactos inteligentes y bien pro­gra­ma­dos, podrán trasmitir información y es­tablecer un diálogo mínimo. Pero, la ma­no y el habla nos hicieron seres hu­manos.

La trasmisión mecánica de datos y su acumulación acrítica no producen conocimientos. El saber se articula a través de las vías que ofrecen las ciencias y me­diante referentes numerosos incorporados en las distintas experiencias de vida. La voz humana matiza el valor de las pa­labras. Actúa sobre el intelecto y sobre la sensibilidad. Se expresa en el tono, el ritmo, la vacilación y el silencio, brevísimo instante de meditación y duda. En países como los nuestros, el gesto tiene una importancia decisiva. Ante el dolor de un amigo, un apretón de manos resulta más efectivo que un discurso que, su­mido en un trance difícil, es incapaz de escuchar.

Cuando la criatura nace, la comunicación con el mundo exterior se inicia en el contacto físico con el seno materno, nu­triente básico y fuente de seguridad, apaciguamiento y disfrute. Por costumbre y necesidad afectiva, las madres comienzan a hablar con el recién nacido que aún no tiene dominio de la palabra. El tono de la voz es el indicador que precede al aprendizaje de un vocabulario.

Las pérdidas de la capacidad de comunicación actúan negativamente en el com­portamiento social. Generan una cadena de acción y reacción. Las madres vociferantes que apabullan a los hijos remolones en el cumplimiento de los horarios forman un modelo de conducta. La ina­decuada relación del maestro con los al­um­nos conduce a generar falta de confianza en el sistema institucional. En este ámbito, la formación incluye lo instructivo y lo afectivo. Acercarse a un chiquillo y preguntar los motivos de su tristeza implica solidaridad, reconocimiento de su individualidad y de su condición humana. La falta del diálogo necesario reduce el proceso de enseñanza a un vínculo utilitario centrado tan solo en el logro de una estadística promocional satisfactoria.

Protegida por su carapacho, la jicotea anda sola en el mundo. Los humanos re­querimos amplias redes societarias. Des­­poseídos de manto protector, contamos con una piel delicadísima. Para los más frágiles, un roce ligero produce profundas heridas. El agredido se convierte en agresor. Un encadenamiento incontenible acrecienta la espiral de la violencia.

La comunicación efectiva se basa en el respeto real al otro, manifiesto en las respuestas concretas a las demandas de la vida. Violar esta regla básica favorece el ejercicio de la violencia, la apatía y la fragmentación del tejido que articula, en lo político y en lo práctico, la asunción de normas de conducta que fortalecen la acción colectiva en beneficio de todos y de cada uno. Corresponde al conjunto de instituciones constitutivas de los pilares que sostienen la sociedad, establecer las reglas del juego. Apelamos siempre a la familia y a la escuela, fundamentales sin lugar a dudas. Pero, la existencia humana no transcurre solamente en esos ámbitos cerrados. Utilizamos medios para movernos, demandamos servicios de distinta naturaleza, tenemos que proveernos de mercancías de todo tipo y debemos cumplir trámites legales de diverso carácter. Las múltiples demandas requieren respuesta institucional. El maltrato, la dilación, provocan irritación creciente y la búsqueda de soluciones alternativas que inducen a la corrupción y al soborno, gangrena sutil porque el dinero pasa de mano en mano sin dejar huellas.

Las cartas que llegan a las redacciones de los periódicos son una muestra microscópica de un fenómeno que agrieta principios esenciales. Con frecuencia, las respuestas revelan subestimación de un lector que ha sufrido muchas veces situaciones semejantes. Para alcanzar el control popular deseable, hay que empezar por el rescate de la ejemplaridad de los trabajadores vinculados a los centros que, en la base, responden a la estructura institucional del país. La ética institucional es factor determinante de la disciplina social.

A pesar de la presencia de internet, de la televisión y de otros medios, nuestro tiempo transcurre en el entorno de la co­municación oral desde que nos levantamos, nos trasladamos de un sitio a otro y ejecutamos tareas de cualquier índole.

De otro modo, nos convertiríamos en una colectividad de autistas. Para establecer el orden, existen medidas coercitivas.

Siempre hay modo de evadirlas cuando no asumimos valores derivados de la convicción íntima de la importancia de nuestra función, de la relevancia social de nuestro centro de trabajo, de nuestra responsabilidad en la preservación de su imagen pública. Para seducir y persuadir, la voz humana tiene un peso cualitativo de primer orden. De ella depende que nos consideremos eslabón integrante de una mayor.

Me sorprende ahora el recuerdo de Ce­ferino. Lo conocí a poco de ingresar como estudiante en la Universidad. En aquellos tiempos, los bedeles tenían je­rarquías que ostentaban en sus chaquetas engalonadas. Ceferino, siempre igual, nunca alcanzó esas distinciones. Nos acompañó toda la vida. Fue amigo de ge­neraciones de estudiantes que se convertirían en profesores y tendrían un brillante desempeño público. Fraternal, afectuoso, solidario, bromista, ajeno a cualquier manifestación de servilismo, cumplía las normas de respeto que corresponden a una institución de enseñanza. Era velador imprescindible de los bienes co­munes, orgulloso de pertenecer a la Uni­versidad de La Habana. Per­manece en mi memoria afectiva junto a mis mejores maestros y a mis alumnos más en­tra­­ñables.

{ Juventud Rebelde }

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