Cuarenta años después sigue siendo el fin
El 3 de julio de 1971 el líder de The Doors aparecía muerto en la bañera de su casa en el barrio parisino del Marais. Su tumba en el cementerio de Père Lachaise se ha convertido en la cuarta atracción turistica de la capital francesa, y en el dolor de cabeza de los encargados de seguridad.
por Walter C. Medina
El cielo de París matiza con los tonos del cementerio de Père Lachaise que hoy presenta un aspecto diferente y un alboroto inusual. Es mediodía. Estamos al este de la capital francesa. Las entradas a la necrópolis más visitada del mundo están abarrotadas de gentes de diversas edades, culturas y colores. En uno de los accesos que da a la Rue du Repos obtengo por 2 Euros el mapa que me indicará cómo llegar a los mausoleos en los que descanzan algunos mitos y leyendas de las artes junto a otros tantos miles de anónimos. En una de las callejuelas de adoquines que se eleva entre frondosos árboles, escucho ya algunas de las motivaciones de este torbellino humano que asciende raudo, apurando paso, como si les fuesen a quitar el muerto que esperan visitar. “Yo vengo por Edith Piaf”, dice en español una señora de rasgos asiáticos y finísimos modales. Otros lo hacen por Oscar Wilde, que si pudiera les diría que lo dejen en paz. Por Yves Montand, Marcel Proust, Simone Signoret, Jane de la Fontaine y otros inmortales cuyos restos, sin embargo, aquí descansan a pesar del bullicio.
Pero la particularidad de este día 3 de julio reside en un aniversario que ha movilizado a unos pocos reporteros y a otros tantos nostálgicos y curiosos que saben que un día como hoy, pero de hace exactamente cuatro décadas atrás, moría en París Jim Morrison, carismático lider de los californianos The Doors, poeta y guía lisérgico-espiritual de toda una generación.
Ignoro el mapa y marcho detrás de dos periodistas de Radio France Internacional que me conducen directo a la División 6, sector en el que se alza el sepulcro de granito erozionado que hoy apenas asoma debajo de un variopinto y colorido compendio de ofrendas. El epitafio que adorna su tumba dice así: Kata Ton Daimona Eaytoy, que en griego arcaico significa “El demonio está en mí”, y en griego moderno “El espíritu divino está conmigo”. Enigmática y paradójica sentencia que resiste los avatares climáticos de la Ville Lumière y se aferra en el cemento de la última morada de James Douglas Morrison; Jim para los amigos.
Visita obligada de fieles y no tan fieles seguidores llegados desde los cuatro puntos cardinales, el sepulcro de Morrison se ha convertido en la cuarta atracción turística de París, y en el dolor de cabeza de los encargados de su seguridad que, apremiados por los sucesos que allí se han producido, han tenido que instalar media docena de cámaras de vigilancia para monitorear el minúsculo pedazo de tierra que alberga los restos mortales del legendario roquero. Tumba sepultada hoy – paradoja involuntaria – por una montaña de flores, cartas, dibujos, fotografías, latas de cerveza, cigarrillos, botellas de Jack Daniels y ropa interior femenina que el público ofrece al rey caído hace hoy 40 años.
Apenas es mediodía y el sol juega al escondite detrás unos gruesos nubarrones negros. El goteo de visitantes es continuo. Algunos han recorrido largos kilómetros para estar hoy aquí, y sus cansancios se traducen en profundas y violetas ojeras. Un hombre de unos cincuenta años improvisa a capella un desafortunado “The End”; pero ya se sabe… lo que cuenta es la intención. Se percibe en el aire una energía especial. La voz del improvisado cantante, que dista de asemejarse a la del autor de “Riders on the storm”, cobra mayor intensidad. Hay un despliegue notorio de fetiches que van desde camisetas, fotografías, pins, revistas y libros, hasta vistosos tatuajes. “Yo lo llevo para siempre en la piel”, dice Jeanne, una francesa treinteañera que lleva la cara de Morrison tatuada en su brazo izquierdo. Una mujer de cabello enmarañado sostiene entre sus manos el LP “L.A. Woman”, último trabajo de The Doors editado en 1971, apenas unos meses antes del fallecimiento de su líder. “Es mi álbum favorito”, señala emocionada. La canción se extiende y gana voluntarios que con atino disimulan la descoordinación. Las sombras del coro se proyectan sobre el gris del mausoleo de una tal Dominique Perec, anónima vecina de Jim en el descanso infinito.
Según Pierre Carriette, un hombre calvo de unos 45 años que hace el turno de vigilancia matinal en la División 6, durante los últimos 40 años una larga lista de eventos de toda naturaleza han tenido como escenario esta pequeña parcela que ocupa Jim Morrison en Père Lachaise. Desde sesiones espiritistas hasta suicidios, pasando por intentos de profanación de los restos del mismísimo “Rey Lagarto”. Y es que Jim Morrison, aún muerto, continúa fiel a su estilo, molestando a algunos desde vaya el diablo a saber dónde.
“Conocí hace diez años, antes de que se jubilase, al encargado de seguridad que estuvo aquí la tarde del 3 de julio de 1971 cuando trajeron el ataúd. El me contó que los días siguientes al entierro solían aparecer sobre el sepulcro velas negras, botellas de whisky, condones, cigarrillos y hasta restos de comida. Al parecer la gente entraba por las noches y practicaba algún tipo de ritual”; explica Pierre, mientras las primeras y tímidas gotas de una lluvia de verano comienzan a humedecer las angostas callejuelas del cementerio más grande de París.
El suicidio de una joven italiana, cuyo cadáver apareció extendido de lado a lado sobre esta tumba una mañana de invierno de 1992, fue el detonante para que se implantaran nuevas medidas de vigilancia. A partir de aquel año la parcela fue vallada y una serie de cámaras diminutas se ocultaron en los techos de las bóvedas cercanas. Sin embargo la pasión de algunos no se ha aplacado con dichas medidas. Por el contrario, sólo le han puesto un mínimo de control que no logra más que despertar el interés de corromperlo.
Por lo que puede verse no es una exageración aseverar que Jim Morrison es un muerto que genera disturbios. Constantemente se producen forcejeos e intercambios de insultos (en todos los idiomas) entre los miembros de vigilancia del cementerio y aquellos a quienes cierta necrofilia mezclada con una pasión tan lógica como desmesurada, induce a saltar la valla para intentar, por ejemplo, sustraer una porción de la tierra que sepulta al líder de The Doors. Fue también en 1992 cuando, según Pierre Carriette, las autoridades decidieron quitar el busto que se alzaba sobre la tumba, ya que provocaba que los visitantes se mostrasen más inquietos y propensos a provocar desmanes. El monolito al que hace referencia Pierre está escondido ahora en un lugar del cementerio que el vigilante matutino prefiere no revelar a este corresponsal. Es el mismo que Oliver Stone inmortalizó con su cámara y que tuvo su protagonismo en la escena final que el cineasta eligió como epíteto de su homenaje póstumo de 1991, titulado simplemente “The Doors”.
La lluvia se hace ahora más intensa. Algunos de los apasionados visitantes posponen la pasión para protegerse debajo de paraguas ajenos. Pierre se apresta a persuadir a una chica que intenta una ofrenda con forma de baguette que finalmente acaba por caer en el lodo que comienza a tomar forma. Un gato se posa sobre el cemento que bordea la tierra en donde yace del ídolo muerto. “Se llama Jim. Esta es su tumba favorita. Se pasa casi todo el día sentado aquí”, afirma el vigilante de seguridad con una sonrisa ladeada mientras enfunda su cabeza en la capucha de un abrigo de nylon. “Algunos creen que es el mismísimo Morrison reencarnado”. Escéptico, este corresponsal observa al felino pardo que permanece sobre el sepulcro a pesar de la garúa. Un relámpago enciende la tarde y un trueno se acopla al éxodo general. La gente comienza a retirarse a paso lento, como jinetes en una tormenta. Me voy por donde vine, cantando bajo para no despertar, mientras Jim me observa con ojos desconfiados y agita el rabo denotando cierto malestar. “Esto es el fin”, parece decir con su mirada de soslayo. “Esto es el fin. Mi único amigo, el fin”.
{ Periódico Diagonal }