A contracorriente de una tormenta sostenida


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Nicolás Maduro: Doce años bajo asedio y una Venezuela en resistencia

por Indhriana Parada

Desde 2013, el presidente Nicolás Maduro ha dirigido un país a contracorriente de una tormenta sostenida: injerencismos extranjeros; sanciones; operaciones psicológicas, conspiraciones, sabotajes a la economía; ataque a los servicios y una prensa internacional dispuesta a culpar al propio gobierno por los efectos de esa agresión.

Ese es, en síntesis, el marco político de los últimos once años. No ha habido un solo año sin amenazas o sanciones; y gobernar así no es hacerlo en igualdad de condiciones frente a una oposición que recibe respaldo financiero, táctico, logístico y mediático de Washington.

Esta asimetría – no solo de recursos, también de reglas – explica por qué la estabilidad de Venezuela y las tres victorias de Nicolás Maduro en la presidencia (2013, 2018, 2024) se lograron gracias a la cohesión popular, militar e institucional que venció a las reglas de un “juego limpio” que nunca existió.

La cronología de conspiraciones lo evidencia. Primero llegaron, en 2013, más de una veintena de planes tempranos para “sacar del camino” al nuevo presidente, preludio del Golpe Azul de 2015, con pocos oficiales de la Aviación conspirando para bombardear nodos estratégicos de Caracas. En 2017, el asalto al Fuerte Paramacay buscó robar armas y provocar un alzamiento.

Entre 2018 y 2019, la Operación Armagedón que combinó sabotajes a servicios críticos, con el cálculo de forzar una ruptura institucional. En febrero de 2019, la llamada Batalla de los Puentes intentó convertir el ingreso forzado de “ayuda humanitaria” en detonante de una fractura militar y la excusa de una intervención. Dos meses después, el 30 de abril, el levantamiento de la Operación Libertad quiso coronar un quiebre cívico-militar fallido por ausencia de respaldo.

En 2020, Operación Gedeón – una incursión de mercenarios y exmilitares desde Colombia – se propuso capturar y asesinar al jefe de Estado. A esa secuencia se suman atentados: el ataque con drones del 2018 durante un acto de la Guardia Nacional; varias tramas denunciadas en 2023, incluida Brazalete Blanco; y nuevas conspiraciones documentadas entre 2023 y 2024. En conjunto, más de treinta conspiraciones entre intentos de golpe y de magnicidio han sido desmanteladas desde el 2013.

No es casual que, tras cada embestida, se active la segunda fase de la estrategia: responsabilizar al propio gobierno por las consecuencias de las sanciones y del boicot económico, convirtiendo a la víctima en culpable.

Ese guión es viejo en América Latina. La región conoce de sobra episodios con intervención o respaldo directo de Estados Unidos: Chile (1973), donde documentos desclasificados del propio gobierno estadounidense registran órdenes de “hacer gritar la economía” y promover un golpe contra Allende; Argentina (1976), con memorandos que revelan el “visto bueno” de Henry Kissinger a la junta poco después de su instalación; o la invasión a Panamá (1989) para deponer a Noriega.

Hay, además, casos más recientes y controvertidos como Honduras (2009), donde investigaciones y debates académicos han señalado la incidencia de Washington en la dinámica que siguió al derrocamiento de Zelaya. Estas referencias no son un comodín retórico: están sustentadas en archivos, informes y trabajos históricos que hoy son de acceso público.

Venezuela, sin embargo, ha resistido. Lo ha hecho porque hubo Fuerza Armada, instituciones y un bloque cívico-popular que entendió, que el sentido del momento histórico pasaba por impedir la destrucción violenta del orden constitucional.

Ese sostén no es abstracto: está en los cuarteles que hicieron cumplir la ley en 2019, en los pescadores y milicianos que frustraron Gedeón en 2020, en los trabajadores que han sostenido servicios y producción en medio del asedio, y en una ciudadanía que, con su voto, defendió la vía política. No es épica; es supervivencia institucional.

El contexto presente vuelve a recordarlo. En las últimas semanas se han encadenado hechos que refuerzan la tesis del asedio: el 7 de agosto se anunció la detención de 15 personas por un plan para detonar explosivos en Plaza Venezuela; el 9 de agosto se reportó la incautación de material explosivo en inmuebles del oriente del país, identificando estas operaciones a redes de oposición extremista; el 11 de agosto se informó otro hallazgo de explosivos en el oriente; y hoy, 14 de agosto, se reportó la incautación de más de 1.500 kilos de explosivos en un galpón de Anzoátegui, además de la denuncia pública de células desarticuladas en Caracas y Maturín. Son datos de operativos concretos, no meras especulaciones.

Que el gobierno denuncie estas tramas no es “victimismo”; es obligación básica de cualquier Estado. Lo que sí requiere reflexión es el balance de fuerzas: Maduro no ha tenido un solo año libre de amenazas o sanciones, lo cual lo coloca – a él y al país – en una cancha inclinada frente a una oposición criminal con aliados y financiamiento foráneo. Cuando la “competencia democrática” se libra con castigos económicos, operaciones encubiertas y una narrativa internacional que justifica la desestabilización, no hablamos de un torneo; hablamos de una guerra híbrida.

La salida, entonces, no puede ser la resignación. Se trata de persistir en una doble ruta: seguridad inteligente para anticipar y neutralizar conspiraciones; y política con mayúsculas para ampliar consensos, aislar a los violentos, blindar los procesos electorales y reconstruir la economía sobre bases productivas que hagan menos vulnerables a las familias frente al chantaje externo.

La democracia venezolana se defiende todos los días en el terreno real. El mensaje es claro: la desestabilización no descansa. Tampoco lo hará un país que decidió seguir siendo soberano.

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