Las mujeres marcharon a la guerra
por Elda Cento Gómez
Algún día habrá que escribir, en profundidad, un Libro de Sangre [1] dedicado a las mujeres mambisas, a Juana Mora, a Mercedes de Varona, a Rosa Borrero, a Herminia Palma, a Ciriaca Cisneros y a tantas otras. He recordado en otras ocasiones el relato de Francisco Arredondo sobre una mujer “sumamente extenuada”, que el 28 de julio de 1871 encontró en un rancho en las cercanías de Najasa sin más compañía que “un niño como de 3 a 4 años, convertido en un esqueleto con vida” pues todos los demás miembros de su familia ya habían muerto. Incitada por la comitiva a presentarse, “colérica contestó: no, jamás”. Impresionado por el drama presenciado Arredondo concluyó su anotación con premonitorias palabras: “La historia mas tarde rendirá tributos de admiración a nuestros héroes, dará a conocer sus nombres; y para estas abnegadas mujeres, seguramente el olvido”. [2]
Centenares de rostros femeninos recorren las páginas de la llamada literatura de campaña, la mayoría de las veces de modo anónimo. Junto a la mujer de sociedad, la humilde campesina y la liberta. La tradición conserva numerosos ejemplos de sus desempeños como mensajeras, enfermeras, combatientes, etc.; acciones que en alguna medida transgredían lo que la sociedad del XIX admitía como ocupaciones femeninas, pues la visión generalizada era la de mujer como “bella mitad del género humano, que sigue al hombre en todas sus evoluciones, como la luna al sol” al decir de un periodista en 1896.
¿Por qué las mujeres marcharon a la guerra, llevando consigo hijos y otros familiares no aptos para el servicio de las armas? Dos razones básicas emergen ante las miradas de los historiadores: el patriotismo y, en particular, los lazos familiares pues no se puede pasar por alto que la sociedad decimonónica —y mas allá— las condicionaba a permanecer junto a sus hijos, esposos o padres pues su tarea era cuidar la familia. A lo anterior se sumarían factores que pudieran transitar desde la educación y las jerarquías, sin soslayar particularidades regionales que quedarían evidenciadas con una mirada hacia el interior de las razones que pudieron haber impulsado a las esposas de los hacendados camagüeyanos y a las de los sitieros del Valle del Cauto, entre tantas otras, a seguir a sus hombres a la insurrección.
Tal vez sea llegado el momento de que nos preguntemos si el debate sobre la conformación de la nacionalidad, no debería tener también un ingrediente de género. Si nos hemos cuestionado en este proceso, por ejemplo, que pudo en 1867 significar Cuba y la Patria para los campesinos iletrados de un punto perdido en el lomerío oriental, en comparación con la brillante intelectualidad de las tertulias habaneras, ¿cuáles serían las respuestas si giramos los ojos hacia el “rincón oscuro y tranquilo del hogar”? dicho con palabras de Ana Betancourt en los debates públicos de la Asamblea de Guáimaro.
De modo frecuente la presencia femenina aparece desde el proceso conspirativo, a veces como un telón de fondo, lo cual se explica en tanto la familia es el refugio natural de las personas y muchas mujeres fueron las primeras confidentes de sus parejas. Ese es el primer papel que se les concede y desde el cual se pone a funcionar la leyenda que las privilegia como esposas fieles y obedientes, madres sufridas e hijas devotas; aunque esta afirmación, como las monedas, debe tener dos caras: ¿hasta que punto ese era el que ellas estaban dispuestas a asumir? o dicho de otra forma ¿qué condiciones marcaron que fuera ese y no otro? “El hombre puede hacer declaraciones en periódicos y revistas, ocupar espacio público, buscar aplausos y glorias en la tribuna o el combate. Pero tales fanfarrias se detienen en la puerta del hogar”. [3]
La incorporación de las mujeres a la guerra, está documentado, ocurrió desde sus inicios. Candelaria Acosta, Cambula, pudiera ser su símbolo. Ya se hizo mención a que entre el personal de sanidad y los “comunicantes” tuvieron un desempeño, diríamos protagónico, en especial en los hospitales de sangre. Pero también pelearon, al machete, con fusiles o junto a piezas de artillería. De estas combatientes ¿cuántos nombres se han preservado? ¿cuántas alcanzaron grados militares? El Diccionario Enciclopédico de Historia Militar de Cuba (2004) recoge 715 fichas biográficas de cubanos y extranjeros, militares y otras personalidades de relevancia en las luchas por la independencia. Entre ellas hay solamente diecisiete mujeres; desde la esclava Carlota hasta Mariana Grajales. Específicamente con grados militares, once; diez capitanas y una comandante, Mercedes Sirvén Pérez-Puelles, la mujer que mas alto grado alcanzó entre el mambisado, doctora en Farmacia, detalle que puede ser tomado como influyente entre los argumentos para su jerarquía militar. Las capitanas son Rosa Castellanos, Ana Cruz Agüero, Trinidad Lagomasino Álvarez, María de la Luz Noriega Hernández, Luz Palomares García, Cristina Pérez Pérez, Isabel Rubio Díaz, Catalina Valdés, Gabriela de la Caridad Azcuy Labrador Adela y María Hidalgo Santana. Quiero detenerme en las dos últimas.
Adela Ascuy se incorporó como personal de sanidad pero terminó convertida en un soldado más. Consta su participación en cuarenta y nueve combates, destacándose entre ellos los de Loma del Toro, Cacarajícara, Montezuelo y Tumbas de Estorino, todos bajo el mando del mayor general Antonio Maceo y en especial en la acción de Loma Blanca, como parte del combate de Ceja del Negro. María Hidalgo se unió como soldado a las fuerzas del brigadier José Lacret Morlot. En el combate de Jicarita tras caer el oficial abanderado, tomó la enseña cubana y avanzó hacia el enemigo arengando a los cubanos al combate a pesar de recibir siete heridas de bala que no lograron derribarla. Después de esta acción fue conocida como la Heroína o la Abanderada de Jicarita y recibió el ascenso a teniente. Restablecida, continuó combatiendo y en el encuentro de La Yuca, cerca de Jagüey Grande fue nuevamente herida de gravedad. ¿Hubo paridad entre los ascensos recibidos por Adela y María en relación con los otorgados a sus pariguales masculinos por similares desempeños? Se que la pregunta puede ser considerada subjetiva, pero no por eso deja de ser válida. Tanto en un sentido como en otro.
Un elemento interesante a tener en cuenta en este breve comentario sobre la oficialidad femenina es que todas recibieron los grados durante la Guerra del 95, lo cual denota un avance en el reconocimiento del papel de las mujeres, al menos en la manigua; porque ya se sabe que finalizada la contienda no se les concedió el derecho al voto en las elecciones que inauguraron el siglo XX, aun cuando se hicieron ajustes para que las restricciones impuestas no alcanzaran a los mambises. Nada para las mambisas.
Los servicios que a la Revolución prestaron en las zonas de combate las mujeres y sus familias fueron inmensos. A su abrigo quedaron enfermos y heridos a quienes defendieron con las armas y sus vidas; su trabajo era apreciado en los talleres, brindaban alimentos y trasladaban informaciones.
Alto precio pagaron las mujeres en las guerras. Muchas lágrimas jalonaron su paso. Aurelia Castillo pidió que nunca se perdiera el recuerdo de aquellas mujeres:
Pensad que hubo madre que llevó a cuesta por tres días el cadáver de su hijito, porque los encuentros con tropas españolas hacían huir a ella y a la hermana que la acompañaba cada vez que intentaban cavar la pequeña fosa para darle sepultura, y aquel cuerpecillo estaba ya descompuesto y las inmundas aves que se nutren de cadáveres empezaban ya a seguirles. [] Pensad que alguna otra madre entraba, cargada también con su pequeñuela, en engañosa tembladera, de la que solamente lograba salir con la preciosa carga, gracias a un tronquito encontrado en la orilla, bastante fuertemente arraigado para oponer resistencia a la mano febril que a él se asía con desesperación. [] […] ¡Pensad que se bebían sus lágrimas para no mostrar flaqueza cuando les mataban a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, a sus maridos, a sus amantes; y decid si no debemos venerar todos y por siempre la memoria de aquellas mujeres […]
●
[1] El Libro de Sangre o The Book of Blood, anotó los crímenes cometidos por las fuerzas españolas durante los primeros años de la guerra. Se atribuye a José Ignacio Rodríguez y tuvo su primera edición en 1871, dos años después otra edición fue completada por Néstor Ponce de León. Puede ser consultado en el tomo 5 de las Crónicas de Santiago de Cuba de Emilio Bacardí y en la Revista Bimestre Cubano correspondiente a septiembre-octubre de 1923. En 1926 fue publicado con el título El Libro de Sangre; martirologio cubano en la guerra de los Diez Años (Librería Minerva, La Habana);
[2] Recuerdos de las Guerras de Cuba (Diario de Campaña 1868-1871), (Introducción y notas de Aleida Plasencia), Biblioteca Nacional “José Martí”, La Habana, 1962, pp. 110-111;
[3] José Abreu: La Guerra Grande. Dos puntos de vista, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2008, p. 87.
{ CubaDebate }