El fútbol, deporte de la clase obrera
Huélamo era el apellido de un obrero del sector de la electricidad que, en los comicios de 1977, salía con su impecable mono azul en los carteles electorales del Partido Socialista Popular. A su lado, menos sonriente y con su inconfundible terno gris de botones cruzados, la mano derecha dentro del chaleco y la izquierda acariciando pensativamente la barbilla, posaba delante de la cámara el “Viejo Profesor”, don Enrique Tierno Galván. Esta alianza entre las fuerzas del trabajo y las de la cultura podía encontrar quizás un sustituto en el caso del “Viejo Profesor”, pero no ocurría lo mismo para la otra mitad de la naranja socialista. Huélamo era irremplazable porque era el único obrero que militaba en el Partido Socialista Popular. Los días en que Huélamo estaba enfermo o había sido conducido al calabozo policial por participar en alguna algarada en su fábrica (creo recordar que era la Standard Eléctrica), el Partido arriaba su bandera – la de la paloma que salía de un puño cerrado -, suspendía los actos previstos y la militancia se recluía en casa, pues un partido marxista sin obreros lo mejor que podía hacer entonces era callarse e irse a dormir a la cama, aunque fuera antes de tiempo.
Esta circunstancia – la ausencia de trabajadores manuales, la espantada de los trabajadores de verdad – era el principal inconveniente para una izquierda de “cuello blanco”, la del PSP, integrada exclusivamente por profesores, estudiantes y diplomáticos. Sin embargo, al igual que el senador McCarthy era el único que creía en la existencia de las brujas que perseguía, hoy los trabajadores “white collars” son el principal componente de una izquierda con pocos obreros. El proletariado occidental ha hecho ruina, como la fábrica de la Standard en Villaverde.
Los amigos y compañeros de Tierno eran sin duda muy elitistas y todos ellos pertenecían a la clase media. El PSOE y, sobre todo, el PCE eran otra cosa (menos sofisticada), aunque tampoco creo que la fuerza del proletariado hispano, si somos sinceros, fuera como para tirar cohetes. ¿Quiénes eran los miembros de la vieja clase obrera a finales de esos años 70?; ¿qué valores y costumbres del obrerismo seguían vigentes, ya próximo a finalizar el siglo?; ¿quiénes eran entonces los herederos del antiguo y heroico proletariado?; ¿qué quedaba, en España y en otros países de Europa, de la cultura centenaria que había cambiado el mundo, de las tradiciones más arraigadas en los sueños y la conciencia del pueblo llano y sencillo? Y, por seguir con los interrogantes: ¿dónde está la clase obrera en pleno año 2010? Mi respuesta es: en el Mundial de Fútbol de Sudáfrica.
La clase obrera y el fútbol comparten origen: ambos nacieron en el Reino Unido. El gran historiador Eric Hobsbawm, en una conferencia pronunciada en 1978 y publicada, en su primera versión, en 1981 con el expresivo título interrogativo “The Forward March of Labour Halted?” (un texto traducido años después al castellano bajo el encabezamiento “¿Se ha detenido la marcha hacia adelante del movimiento obrero?”), nos da los antecedentes precisos de esta conjunción socio-deportiva. Analizando la decadencia política y económica del socialismo británico, iniciada aproximadamente sobre 1950, Hobsbawm resalta, sin embargo, su vigencia cultural y su permanencia en el ámbito de las costumbres populares. Dentro de ese “estilo común” forjado en las décadas de 1880 y 1890, el protagonismo pertenece con justicia al auge del fútbol como deporte proletario de masas, a los tenderetes callejeros de “fish and chips” y también a las – eduardianas – viviendas de protección oficial.
Dado el gran arraigo local de los obreros británicos, cuya movilidad geográfica era y sigue siendo muy inferior a la de las clases medias, el fútbol era la lucha de una fábrica contra otra dentro de la misma localidad o región. Como el propio Marx constató (y, lo que es más importante, indicó como desarrollo de futuro), la “clase” obrera no era realmente un “todo” y su homogeneidad resultaba quebrada por la “nacionalidad” (a la que el principal grupo inmigrante, los irlandeses, y en menor grado los divididos escoceses, añadían la otra gran nota diferencial: la “religión”). Bajo esta frontera nacional-religiosa se entiende bien el fútbol como rivalidad étnica, incluso dentro de un agregado tan fuerte y sólido como el movimiento obrero de finales del XIX. Utilicemos la moviola y comparecerán otra vez las divisiones entre los partidarios del “Sheffield United” y los del “Sheffield Wednesday”, entre los obreros forofos del “Notts County” y del “Notts Forest”, por no hablar de la rivalidad, aún hoy viva e incluso exacerbada, entre el “Everton” y el “Liverpool”, o entre los “Rangers” y el “Celtic”. Lo cierto es que ya entonces, hace más de cien años, los escoceses y galeses se enorgullecían de no ser ingleses, y estos últimos marcaban la misma distancia racial con los irlandeses y, ya en los albores del siglo XX, también con los obreros judíos que huían de los pogromos rusos.
Las primeras viviendas de protección oficial se han caído casi todas. Del “fish and chips” prefiero no hablar, pues hace años que no lo pruebo. Pero el fútbol, que ha continuado su ascenso imparable, ha “contagiado” a todos los grupos sociales y en este verano del año 2010 es el espectáculo de masas que concita todas las miradas del planeta. El fútbol ha sido en realidad el único gran éxito que justifica el nombre de una clase, la trabajadora, concebida por el marxismo como “clase universal”.
¿Por qué nos gusta tanto el fútbol? El novelista J. M. Coetzee, casualmente nacido en Sudáfrica (Ciudad del Cabo, 1940), cree que el deporte (sobre todo los juegos de pelota) es la formalización moderna del espíritu de “razzia”, de la práctica predatoria de la captura y robo de las mujeres y el ganado entre bandas y tribus rivales. El deporte sería, para Coetzee, “una actividad cultural con un trasfondo serio, como las competiciones anuales, sublimaciones de la batalla, jugadas o interpretadas entre ciudades vecinas en la Europa de ayer, en las que los jóvenes de una ciudad trataban de apoderarse por la fuerza de algún talismán guardado y defendido por los jóvenes de otra ciudad”.
El talismán está guardado dentro de la portería del equipo rival. Penetrar en ese recinto de la privacidad y de la propiedad ajena, en el templo sagrado del “otro” para vejarle y robarle lo más querido (y salir después huyendo con una alegría salvaje en el rostro), es el gol primitivo que la horda le mete, dentro de las reglas de un juego civilizado, al barniz, necesario pero artificial, de la cultura. Durante unos días los nuevos guerreros nos hacen compartir a cada masa nacional, en el que el “yo” individual se funde alegremente en el anonimato del grupo, la felicidad de que, de una forma indolora y simbólica, podemos regresar a la selva. La alegría final sólo pertenece a los ganadores del campeonato, claro. A los humillados les queda el consuelo de la venganza y de un rápido olvido de su derrota. Precisamente por eso, a diferencia de otros deportes, el fútbol es incompatible con la exactitud y la verdad de los hechos que puede acreditar la tecnología moderna, como la repetición de las jugadas dudosas en los videomarcadores. ¿Habrá sido legal el gol, habrá traspasado el balón la raya de la portería, o habrá sido un gol falso? Mejor no saberlo, pues a los vencidos les resultaría insoportable contemplar otra vez, a la vista de todo el estadio y de todas las cámaras de televisión del mundo, cómo sus enemigos golpean al padre y se llevan a su mujer Dios sabe dónde.
{ Cuarto Poder }
Publicado em 06.07.2010