nos ha configurado así

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La envidia cochina y el odio anticomunista

por Armando B. Ginés

Envidiar y odiar son actos políticos aunque a primera vista pudieran parecer solo de orden privado o íntimo. Debidamente aderezados y dosificados, ambas emociones o sentimientos se utilizan de manera habitual por la publicidad comercial y la propaganda ideológica, creando de modo ficticio e interesado, miedos, ansiedades y tendencias psicológicas que inducen respuestas estereotipadas en amplias capas de la población. Su objetivo, casi nunca manifiesto, es que la gente se movilice, más que a favor de alguna idea concreta, en contra de posturas o personas que ponen en peligro o riesgo el statu quo.

Desde la neurología se viene a decir que las emociones y los sentimientos juegan un papel esencial en el razonamiento humano, simplificando la realidad para que la razón pensante tome decisiones más rápidas y eficientes, eliminando de la complejidad los factores, tal vez innecesarios, que imposibilitarían decantarse con celeridad por una opción definitiva frente a otras con idéntico peso de verdad o verosimilitud. Ante una alimaña que quiere matarnos, un peligro que requiere decisiones a la mayor premura, sin el filtro de las emociones y los sentimientos la razón podría sopesar demasiado la mejor alternativa, correr ya, hacerse el muerto u otra estrategia eficaz que salvara nuestra vida. El miedo hace más sencilla nuestra respuesta inmediata. Algo similar podría argumentarse de otras emociones o sentimientos.

Lo relatado hasta aquí es más que sabido. La evolución nos ha configurado así. Sin embargo, a partir de este conocimiento todo se puede manipular en función de metas políticas e ideológicas coyunturales o de largo recorrido. Esto es, la envidia y el odio sociales son maleables, pueden, por tanto, ser manipulados en su código genético, como los alimentos transgénicos, para conseguir productos culturales que alteren sus cometidos originales o sustancias constitutivas.

La envidia y el odio son emociones, o sentimientos, negativos. Las personas que envidian u odian no son bien vistas y son tachadas de destructivas o potencialmente criminales. No obstante, el capitalismo ha dotado a ambas de valores ambiguos o vagos: frente a la envidia cochina existe la sana envidia y el odio anticomunista o reprobable per se tiene su contrapartida en el odio bien entendido o acotado instrumentalmente. Da la sensación de ser meras frases hechas pero todos los conceptos citados forman parte del activo mental o inconsciente colectivo del mundo occidental u occidentalizado.

La envidia sana o saludable es el motor psicológico del sistema capitalista. A través de ella se prima la competitividad salvaje, la consecución de un estatus social acorde con las expectativas particulares y alcanzar, en suma, la cima del éxito. La competencia se da en cualquier esfera cultural, productiva, de consumo y simbólica: el todos contra todos debe conducir a la victoria del mejor o de los más aptos. Los que se quedan a la zaga solo les resta volver a empezar o arroparse con el fracaso de la marginación. Si la sociedad permanece quieta, mirándose el ombligo, todos se muestran más o menos satisfechos: la envidia sana ha puesto a cada cual en su sitio. Nada cabría objetar: el mercado ha naturalizado la sabiduría individual con el éxito o reconocimiento de los mejores.

Pero la sana envidia, cuando pone en solfa las relaciones de poder reales y los medios no lícitos o ilegítimos para alcanzar los cielos del éxito, se convierte, como defensa a ultranza de las elites, en cochina envidia nociva por parte de aquellos que critican las adulteraciones políticas e ideológicas de la presunta excelencia de la crema social y financiera. En épocas de crisis, esta argumentación defensiva de las clases poseedoras ante la ofensiva política de los pobres o los trabajadores o las minorías explotadas o señaladas como chivos expiatorios del momento se acentúa de forma muy notable.

La envidia cochina es un artefacto ideológico para justificar los amaños y procedimientos oscuros del régimen capitalista. No tiene otra razón de ser que mantener el orden establecido y exonerar de responsabilidad la corrupción y el enriquecimiento desmesurado de unos cuantos ungidos por la varita mágica del éxito. Mediante tal estratagema se pretende culpabilizar y estigmatizar a los perdedores: la suerte es como los designios de Dios, inescrutable, no han trabajado lo suficiente, no saben competir, no están preparados para tomar los mandos de su vida. Su marginación es de su absoluta responsabilidad. Todo se reduce pues, a meras actitudes negativas, biológicas y psicológicas. Que unos ganen y otros pierdan no es cuestión de suerte ni de las estructuras económicas y políticas: el mercado solo premia a los más listos. Todo parece de una naturalidad aplastante.

Un paso más en la manipulación masiva corresponde al odio, tal vez la emoción o sentimiento más feo a efectos éticos o morales. El odio anticomunista larvado durante mucho tiempo es un antídoto eficaz y rotundo para movilizar a las masas contra ideas de izquierda o partidos con visos de auparse al poder político por vías democráticas. Ese odio se atiza reconvirtiendo la presunta aversión de las clases populares hacia las elites, con el peligro supuesto que ello conlleva para una convivencia armónica y pacífica dentro de los parámetros capitalistas.

Ese odio inducido por las ideas hegemónicas intenta transformar la lucha social, política y de clases opuestas en sus intereses en un todo nacional de espíritu mítico y casi religioso. El odio de las clases bajas y sus dirigentes, ante el peligro inminente de concitar una mayoría electoral, debe ser neutralizado de cualquier manera. Vale todo contra una democracia de tinte izquierdista: las izquierdas solo pretenden destruir el edificio naturalizado y secuestrado culturalmente por las derechas.

No cabe duda alguna de que la envidia y el odio son factores fundamentales en la distorsión de la brega cotidiana política. Cabe el odio individual contra un semejante relapso, un delincuente habitual, un rebelde contumaz o un monstruo abyecto, incluso los otros que marcan una diferencia constitutiva insalvable por su subdesarrollo económico o por el color demasiado evidente de sus rasgos étnicos o color de la piel. Estos odios de baja intensidad son tolerados y regulables porque crean una división ficticia o falsa muy favorable a los intereses ocultos de los poderes fácticos. Administrar estos odios requiere de una tecnología política adecuada: control social, medidas discriminatorias y, en última instancia, la picota de la cárcel o el palo represivo disuasorio.

No desaparecerán ni la envidia cochina ni el odio anticomunista de la noche a la mañana. Su capacidad de influir en la mentalidad social es muy elevada. Con los resortes propicios, los medios de comunicación y las declaraciones públicas de los líderes afectos al poder establecido, la gran masa siempre puede ser rehén de sus propias emociones y sentimientos primarios que conforman el inconsciente colectivo: dejarse llevar por el “sentido común” de la ola mayoritaria simplifica sus urgentes tomas de decisión. Estar con la mayoría silenciosa otorga calor y veracidad a sus opiniones. Y cada cual, a escala muy íntima, se siente fortalecido por coincidir plenamente con sus convicciones internas. En la confusión creada por emociones y sentimientos espurios un ser individual tiene difícil reconocer los intereses ajenos que postula. La manipulación de la envidia y el odio puede transformar el voto meditado en un sufragio convulso y visceral. Ese voto sustraído a la razón crítica casi siempre cae en las alforjas del adversario político. Está bien emocionarse pero en todo momento en contacto con la razón. Ella matiza el fuego directo de las emociones.

Los sueños de la razón en diálogo consigo mismo, decía Goya, pueden engendrar monstruos. Ahora bien, llevar el sentimiento hasta sus últimas consecuencias desterrando a la razón del juicio ponderado podría conducirnos a la tragedia o la farsa. La historia, según Marx, una vez que se repite solo es mera farsa o sucedáneo de la realidad, antes desgraciadamente de haberse encarnado en pura tragedia, o sea, nacionalismos exacerbados, democracias formales movidas por hilos a la sombra o erupciones fascistas que arramblan con todo.

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