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El racismo y el clasismo como valores esenciales del neoliberalismo
por Viviana Paredes Burgos
La desigualdad social tiene su origen en la aparición de la propiedad privada y la acumulación de la riqueza. Las clases económicas dominantes, en los diversos sistemas de organización socioeconómica, se han impuesto y han sometido a las mayorías populares a través del control del poder político, desde la monarquía hasta el presidencialismo, y del uso de la fuerza pública, o lo que hoy conocemos como policía y fuerzas armadas.
El sistema capitalista, actualmente en vigencia en la mayoría de las naciones, se basa en la explotación del hombre por el hombre, lo que acentúa la desigualdad e injusticia social y enriquece a un pequeño sector de la sociedad a costa del trabajo de la clase obrera, que, aún cuando representa a la mayoría de la población, se ve sometida por las élites empresariales, bancarias y políticas.
En “El origen de la desigualdad“, Jean-Jacques Rousseau señala que una clase de desigualdad es la “moral o política” que, “consiste en los diferentes privilegios de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más respetados, más poderosos, y hasta el hacerse obedecer”. De acuerdo a la organización Oxfam, en el mundo actual, ocho hombres acumulan la misma cantidad de dinero que poseen más 3500 millones de personas en el mundo.
El clasismo es la explotación. Las y los obreros solo pueden vender su fuerza de trabajo y el mercado regula su precio. Los gobiernos neoliberales profundizan la precarización y generan problemas sociales como desempleo, delincuencia, explotación infantil y destrucción de los sistemas de seguridad social.
A mayor pobreza mayor discriminación y más criminalización estatal, pero, aunque resulte increíble hay condiciones que agudizan, aún más, las diferencias: ser mujer, afrodescendiente, miembro de una comunidad, pueblo originario o “génerodisidente”.
Europa: discriminación contra africanos y latinos
Según la Oficina Internacional del Trabajo, en Europa persiste la discriminación contra migrantes de África y América Latina. En el ámbito laboral estos grupos sociales presentan mayores índices de desempleo y subempleo en la mayoría de países de la Unión Europea.
En diciembre de 2019, un estudio de Comisiones Obreras, concluyó que los migrantes ocupan los trabajos con menores garantías y mayor inestabilidad en España: “Cuando la creación de empleo se ralentiza, es la población extranjera la que más acusa este empeoramiento. Sin embargo, cuando el empleo se recupera, no es la población extranjera la que más nota dicha mejoría”.
Las condiciones de la clase trabajadora en el antiguo continente se agudizan con el rebrote de la derecha en la región. El sector de la población que apoya a los partidos conservadores también manifiesta actitudes racistas y xenófobas, aún cuando la mano de obra barata mejora sus condiciones de vida y les permite incorporarse al mercado laboral adecuado. Así, el extremismo aparece y se generan ataques violentos en contra de ciudadanos afrodescendientes y extranjeros. Ataques a mezquitas en Nueva Zelandia, por ejemplo, en 2019 dejaron como saldo 51 muertos y 49 heridos.
América: mano de obra venezolana, racismo y explotación laboral
América Latina ha vivido muchos cambios políticos y sociales en los últimos años. Surgimiento de gobiernos progresistas, la restauración conservadora en la región, las insurrecciones populares en varios países del sur, y la injerencia contra Venezuela han sido las características de las décadas recientes. Como resultado de los bloqueos económicos, millones de venezolanos se han desplazado por el continente por migración laboral.
Colombia, vecino más próximo a Venezuela recibe la mayor concentración de este sector social. A 2019, el promedio de desempleo entre la población venezolana fue del 19.2%, cifra que duplicó a la de la población colombiana. A esto se suma que la mayoría de migrantes se emplean en el trabajo informal y las ventas ambulantes. Esta realidad se replica en países como Panamá, Ecuador, Perú y Chile.
La discriminación histórica en contra de los afrodescendientes persiste. En la región tienen 2,5 más probabilidades de vivir en la pobreza crónica, según informe del Banco Mundial en 2018. A pesar de la elaboración y aprobación de leyes que garantizan la igualdad formal, en la realidad la situación sigue siendo compleja para el pueblo afro, siguen representando la mitad de la población en situación de pobreza y pobreza extrema, ocupan trabajos precarios y la explotación se agudiza debido al escaso acceso a educación y la falta de oportunidades.
El retraso social de América Latina también se manifiesta en el ámbito laboral. Un caso emblemático es “Furukawa”, empresa japonesa en Ecuador denunciada recientemente por la implementación de prácticas de esclavitud contra sus empleados que viven en covachas sin baños ni servicios básicos, dentro de las plantaciones de ábaca de la compañía. Obreros y sus familias sin seguridad social, derechos laborales ni acceso a educación para las y los niños en pleno siglo XXI.
En Estados Unidos, al norte del continente, la población afro es la más vulnerable frente a la crisis por COVID-19, a principios de abril, en New York el 28% de decesos y en Chicago el 72% registrados fueron de afrodescendientes. Esta situación es producto de la desigualdad social que viven los ciudadanos del centro del sistema mundial. Los trabajadores no cuentan con seguridad social universal y las clases populares no pueden acceder a los servicios privados de salud aún en la emergencia sanitaria.
El capitalismo es la pandemia
El capitalismo no cuida de las mayorías obreras y les restringe derechos como acceso a salud pública y de calidad. Sin sistemas de atención médica a los trabajadores, los sectores más vulnerables se ven en mayor condición de desigualdad frente a situaciones emergentes como guerras y peligros naturales, entre los que se cuenta la pandemia que sobrelleva el planeta.
En la coyuntura actual, los pueblos del mundo empiezan a repensar el impacto del trabajo del Estado y de la libertad del mercado en sus vidas cotidianas. Los sistemas de salud públicos, debilitados por las premisas del neoliberalismo, se vuelven fundamentales y todos los ojos voltean a los gobiernos por atención médica e inversión pública. El mercado no salva vidas.
{ ElEstado.Net }
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