Además de nuestro recuerdo,


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El imbécil afán de trascendencia

“No cabe duda de que lo mejor que puede hacerse frente a la eternidad es pasarla muertos”.

por Óscar de la Borbolla

Hubo veces, no muy remotas, en las que deseé pasar a la historia y en que me tomaba al pie de la letra un aforismo de Cioran: “¿De qué me sirve media eternidad? Nunca seré leído por mis héroes del pasado. No me leerán Platón ni Napoleón.” Hoy propongo un experimento mental para conjurar el desatino que implica el imbécil afán de trascendencia, cuya demencial ambición había ya contrarrestado, en parte, cuando escribí hace años: ¿de qué sirve pasar a la historia si la historia no pasa a la eternidad? Curémonos, pues, de locuras con el siguiente experimento metal:

Supongamos que detrás de la muerte no haya nada, que la muerte sea una anestesia tan profunda que lleve a extremos insospechados la oscuridad de la conciencia y que, de nosotros, ni siquiera quede un débil yo encarado a la nada. Supongamos que la muerte sea la nada, ese extraño concepto que aparece con sospechosa frecuencia en todos los discursos pero que carece de referente.

Y supongamos también, que de este lado (del lado de la vida) alguien caritativo se acuerda de nosotros, o que tenemos la fortuna de pasar a la historia y de gozar del favor de la memoria humana como les ocurre a Homero, Platón, Newton, Velázquez o Atila. Que nuestro recuerdo se mantiene no sólo los pocos o muchos años que nos sobrevivan nuestros parientes y amigos, sino que seamos recordados a través de siglos y milenios, aunque el brillo de nuestras obras vaya menguando. Supongamos incluso que resistimos no sólo los milenios, sino a las mutaciones de la especie humana y unos hombres nuevos, mejorados por la tecnología y la evolución siguen en lo más hondo del porvenir fieles a nosotros y que continuamos siendo mencionados no sólo en el año 3 mil, sino en el año 3 mil millones y todavía más, en el futuro insospechado.

Y supongamos también que nuestro Sol, un sol envejecido para entonces, con poco combustible comienza a dar problemas, como un auto que nos ha servido mucho y que, precisamente por su prolongado servicio, se detiene y ya no hay refacciones. Solo que nuestro Sol, por sus dimensiones, calculan los que saben, se volverá primero una estrella gigante roja que se dilatará hasta la órbita de Venus y luego se contraerá hasta volverse una enana blanca, y supongamos, además, que esa extraña especie que descenderá de nosotros consiguió huir a tiempo y adaptarse a otro planeta y que los colonos de ese nuevo mundo llevan en las entrañas de su memoria nuestro recuerdo y lo instauran ahí, en el nuevo ahí, al lado de los héroes que se hayan acumulado para entonces.

Y supongamos que el tiempo incontenible sigue su curso y que por fin el Sol, nuestro antiguo sol abandonado se apaga, porque después de 7 u 8 mil millones de años, qué remedio, este sol fulgurante de ahora algún día será una estrella muerta; y supongamos que todavía los descendientes de aquellos que se mudaron de planeta mantienen, pese a todo, tercos, nuestro recuerdo y que sigue nuestra memoria para entonces ya más antigua que el mismísimo Sol. Qué extraño mundo será ese grupo de humanos, al cabo de miles y miles de generaciones de humanos. Además de nuestro recuerdo, ¿conservarán las tremendamente arcaicas prácticas de ahora?, ¿el amor, la poesía, la guerra?, ¿o se habrán inventado otras para las que hoy no sospechamos ni el nombre?

Y supongamos que un día, cuando ya toda la Vía Láctea esté muerta, alejado todo de todo, profundamente cansado el universo, por fin se borrará nuestro rastro, por fin nadie recordará nada: ni vida ni obra ni nombre… qué rotundamente absurdo es el deseo de trascendencia, el solo imaginar unos cuantos miles de millones de años me ha provocado náuseas. No cabe duda de que lo mejor que puede hacerse frente a la eternidad es pasarla muertos. He terminado de comprender que hoy, sólo hoy, exclusivamente hoy es más que suficiente.

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