a la inmensurable soberbia


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Faros que ciegan

Según el mito cristiano que cuenta cómo Moisés obtuvo las Tablas de la Ley, cuando éste subió al monte Sinaí al encuentro con su dios, el pueblo de Israel, que lo había seguido ciegamente en busca “de la libertad”, impacientado al ver que su salvador no volvía, ideó construir un becerro de oro que sustituyera al ausente Moisés, ávidos de seguir rindiendo tributo a alguien o algo que los guiase en su desesperado éxodo.

Ya desde la más ancestral antigüedad, y en la época anterior incluso a la confección y escritura de todas las leyendas cristianas, el ser humano ha depositado su desamparo, sus miedos y sus inseguridades en otros seres con atributos superiores, ya fueran deidades, ídolos o fuerzas de la naturaleza si de culturas paganas hablamos. La percepción de nuestra propia pequeñez en un mundo inmenso que nos supera, la insignificancia ante el infinito universo o sencillamente la duda ante lo que se nos presenta en nuestra vida en forma de temores, miedos o incertidumbres ha hecho que en nuestros genes, a modo de memes (genéticos y culturales), se inserte la necesidad de buscar cobijo, seguridad o amparo. Pese a la inmensurable soberbia inherente a nuestra especie, que se cree por encima de todo lo que la rodea, en el fondo somos animales frágiles, inútiles si nos despojan de las comodidades de la civilización y la tecnología, y de alguna forma, aunque lo neguemos o no queramos verlo, somos conscientes de ello, de ahí la necesidad de la mayoría de personas de creer en algo, de consolarse con alguien o seguir una causa que las acepte. Buscamos asideros en lo ajeno, en lo poderoso, en lo confortable porque no somos capaces de vivir sin referentes que nos impelen a continuar sin caer una y otra vez.

Y en esta desquiciada era de vacío existencial, ideológico, de valores y de convicciones, es más fácil que nunca instaurar un pensamiento común y globalizado que permee de forma eficaz en las poblaciones para que éstas se sientan reconfortadas, seguras, apoyadas. El escaso espíritu crítico, la pereza mental y la tendente falta de personalidad propia que han conformado las nuevas tecnologías suponen un inmejorable caldo de cultivo para inducir e imponer no sólo una forma de pensar sumisa y dúctil, sino que, y como coadyuvante de esto, también una imposición de los gustos y preferencias personales. Ya no hace falta inventarse un dios o un becerro de oro para sumir en la estupidez y la ignorancia a la población, bastan vulgares iconos mediáticos como toda esa morralla que vive de las redes sociales. La moda o la tendencia del momento también es dirigida para asegurar un modelo de sociedad a la que todo le es impuesto y cuyo fin último es, como no puede ser de otra manera, primero la narcosis colectiva y luego el beneficio económico. Y es que todo es economía, todo es dinero, todo es el jodido capital.

Debido a esto, a que todo está mercantilizado, nos inducen a modular nuestros gustos de tal manera que consumamos el producto del momento. Y no me refiero a productos de consumo como tales – aunque también -, sino a nuestras elecciones respecto al cine, la música o la literatura, por ejemplo. Son las estrellas las que más dinero generan y por lo tanto hay que crearlas, difundirlas y encumbrarlas aunque de artistas no tengan ni un sólo átomo. Los temas musicales del momento, los que gustan a la mayoría son una aberrante deformación musical que parecen compuestos por chimpancés retrasados, pero triunfan porque debe ser así. Y el grueso de la gente, que por norma no entiende de música ni de arte ni de emociones, escucha la canción de marras o admira al artistilla que más es promocionado o promocionada en los medios. Cuando quieren lanzar al estrellato a algún personaje de estos, no tienen más que pasar una y otra vez su infame música en radio o redes sociales o referenciarlo en todos los telediarios; y esto lo vemos todos los días (ejemplo paradigmático es esa monstruosidad del Despacito).

Igual ocurre, desgraciadamente, en la literatura. En televisión, por ser el canal de comunicación más masivo – e idiotizante -, sólo se habla de libros para promocionar la novela de alguna editorial vinculada al grupo de comunicación en cuestión, es decir, hacen campañas de publicidad cuyo último interés es la literatura o el arte. No es de extrañar que los lectores menos exigentes y con escaso interés en libros de verdadero calado estético se lancen masivamente en pos de esas obras y las coloquen como las más vendidas y exitosas.

Todo atiende a crear un icono, ya sea musical, literario, cinematográfico o, lo que es peor, social, para que la masa, más movida por contagio que por propia iniciativa, admire ciegamente al engendro promocionado. Y de esta genuflexión de la mayoría de la población a lo que le dicen o imponen también es aprovechada muy hábilmente por sectores más poderosos que meras discográficas, editoriales o estudios de cine. La promoción de personajes o causas cuyos fines atienden exclusivamente a favorecer o enriquecer a determinadas áreas de poder es ya una constante, sabedoras éstas de que hoy el ser humano ha llegado a cotas de inanición mental nunca vistas.

Esto lo hemos visto con movimientos promovidos y patrocinados desde ciertas esferas para crear un contexto social acorde a sus intereses; ejemplos palmarios son esas falsas “primaveras árabes”, injerencias de Occidente en países objetivo vestidas de “luchas populares por la democracia” cuyo fin subyacente es hacerse con el mando y control – y los recursos – del lugar desde la sombra. Aquí en España el 15M, ese movimiento que pregonaba un cambio radical en nuestro panorama político y lo que consiguió, con gran éxito, fue primero unas mayorías absolutísimas de la derecha por aquellos aciagos entonces y posteriormente el desmantelamiento total de la izquierda, llegando ahora a su cénit con la previsible vicepresidencia de ese inmenso fraude que es Pablo Iglesias.

Y ahora el cambio – desastre – climático. Y Greta. Y la supuesta conciencia ecológica. Puede que el refulgir de esta nueva estrella del Sistema sea debido al desvalecimiento y orfandad mental propia de esta era, que necesita más que nunca héroes, referentes, depositarios de esperanzas, ídolos a los que admirar o rendir tributo. De esto saben mucho las religiones, con sus profetas, mártires y milagreros, como ya he dicho antes. Y el ecocapitalismo, otra cabeza más de la venenosa hidra capitalista, ha encumbrado a una niña, adueñándose de su vida, destrozándole su infancia – en uno de sus guiones ponía esto, curiosamente – para lanzar un supuesto mensaje de concienciación climática (!). Todo un éxito, como era de esperar. El ídolo de barro está creado, los seguidores cegados ante su hipnótico resplandor y el Capital respira tranquilo ante la nula amenaza de los vacuos mensajes de su marioneta y de las performances y batukadas juveniles.

Los ídolos mediáticos ciegan, amansan, adormecen. El fenómeno Greta es un éxito porque quieren que lo sea, porque si los responsables del innegable calentamiento global la vieran como una amenaza real, esta niña seguiría siendo una total desconocida silenciada y condenada al ostracismo como todos esos verdaderos luchadores medioambientales que dan su vida literalmente por defender el medio que nos da la vida. Si está ahí, si copa cabeceras de telediarios, primeras planas en los medios del Capital, portadas en revistas supuestamente importantes, es porque está siendo utilizada por gente poderosa, por quienes pretenden hacernos creer que la culpa es nuestra, cuando sus multinacionales, ejércitos, empresas o industrias contaminan más que cinco humanidades juntas. Porque el problema no se soluciona comiendo productos ecológicos (¿quién se puede permitir comer así, acaso somos todos ricos?), ni duchándonos menos, ni haciendo “conciertos libres de CO2” (!).

La cosa es tan simple – y tan difícil – como acabar con el Capitalismo. ¿Están dispuestos a ello? No hace falta contestar.

{ Las Cenizas de Troya }

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