O que a História transformou em mais um golpe contra o Apartheid, o sistema colonial “e civilizatório” pelo qual a África do Sul passou.
Depois do texto a seguir, publicado há tempos pela Agencia Rodolfo Walsh, é conseguir deixar de lado a imagem que vem à mente, quando à época do arrasa-quarteirão ‘Invictus’ era possível ver dondocas ‘ostentando’ o ‘sou atualizad@, compro o blockbuster da vez!’. Isso porque a essência, de grande parte dos que engordaram as estatísticas de cinemas e livrarias, não teve muita força para largar o hábito milenar de praticar o racismo.
Não só entre negros e brancos. Vários ‘Invictus’ virão. (Ricardo S.)
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Salvar una nación
(AW) En su libro “El factor humano”, el periodista John Carlin recuerda el rol que cumplió Nelson Mandela frente al Mundial de Rugby disputado en Sudáfrica de 1987, que sirvió para reconciliar a blancos y negros. Reproducimos un fragmento del relato.
“El día en que Nelson Mandela fue liberado, tras 27 años de cárcel, Morné du Plessis dudó si ir a la Grand Parade, la plaza abierta de Ciudad del Cabo en la que el preso más famoso del mundo debía pronunciar su primer discurso como hombre libre. Finalmente decidió que sí, iría.
Du Plessis era seguramente el más alto de las decenas de miles de personas reunidas en la Parade aquel 11 de febrero de 1990. Era uno de los personajes más famosos de aquella multitud – desde luego, el blanco más célebre: había sido capitán de los Springboks, la selección surafricana de Rugby, y ahora era su manager. Durante los nueve años que jugó en la selección fue un héroe nacional afrikáner y, como tal, la expresión más visible de la opresión racial que simbolizaba la camiseta verde de los Springboks para los surafricanos negros. A diferencia de algunos de sus compañeros de equipo, había sido capaz de verlo, aunque había optado, con cierta mala conciencia, por no expresar sus opiniones.
Por eso no fue demasiado sorprendente que un hombre negro, aparentemente borracho, se acercara a él esa tarde, le insultara y le dijera que se fuera, que aquélla era una ceremonia en la que él no pintaba nada. “Pero lo que me impresionó no fue la actitud amenazante de aquel tipo”, recordó Du Plessis. “Fue el hecho de que otro negro se apresuró a amonestarle. Entonces se unieron otros, enfadados porque me hubiera tratado así, y se lo llevaron”.
Era gente pobre que hablaba en xhosa, la lengua de Mandela, pero Du Plessis comprendió que tenían la sutileza política suficiente para saber que, a cuantos más blancos pudiera convencerse de participar en las celebraciones de la liberación de Mandela, mejor para todos.
Du Plessis fue a la Parade porque albergaba la esperanza de que la liberación de Mandela curara un país que había estado enfermo durante mucho tiempo y que en 1990 contenía todos los elementos para una guerra civil.
Sus esperanzas se cumplirían, y Du Plessis llegó cinco años más tarde a descubrir que desempeñaría un papel clave en el plan magistral de Mandela de transformar un símbolo de división en un instrumento unificador, en usar el Rugby como el bálsamo para la reconciliación de blancos y negros bajo el eslogan “Un equipo, un país”.
El gran acto de generosidad de Mandela fue llevar el torneo de la Copa del Mundo de Rugby a Suráfrica, emocionando a los afrikáners que no habían podido ver Rugby de primer nivel a causa del boicoteo internacional a los Springboks en la década de los ochenta. La genialidad de Du Plessis fue convencer a los Boks para que aprendieran un himno de resistencia negra que para muchos blancos surafricanos era una expresión amenazante de la vasta marea negra que podía alzarse y devorarlos.
En los partidos de los Springboks, la muchedumbre afrikáner siempre entonaba como un grito de guerra el himno “Die Stem” (La Llamada), cuya letra celebra los triunfos de los bóers cuando avanzaron en sus carretas hacia el norte en la Gran Marcha de mediados del siglo XIX, durante la que fueron apropiándose de las tierras de los negros por el camino.
La respuesta negra era el “Nkosi Sikelele iAfrika” (Dios bendiga a África), la sentida expresión de un pueblo que había sufrido durante largos años y anhelaba la libertad. En los años del Apartheid, a menudo provocaba la intervención violenta de la policía cuando se cantaba con tono desafiante.
Mandela contradijo al comité ejecutivo de su Congreso Nacional Africano (CNA) cuando éste quiso reemplazar el “Die Stem” por el “Nkosi Sikelele” como himno nacional, en un momento en el que había gran tensión política y existían temores de un golpe de extremistas blancos. Mandela expuso su punto de vista. “Esta canción que despacháis con tanta facilidad contiene las emociones de muchas personas a las que todavía no representáis. De un plumazo, decidiríais destruir la única base de lo que estamos construyendo: la reconciliación”.
Las dos canciones se convirtieron en los himnos cooficiales; pero en la toma de posesión de Mandela como presidente, en 1994, pocas voces blancas cantaron el “Nkosi Sikelele”. Du Plessis decidió que sus hombres podían hacerlo mejor.
Mandela y él tenían una misma misión imposible: convencer a los negros de que ejecutaran un vuelco histórico y apoyaran a los Boks. Mandela estaba realizando la labor que le correspondía dentro del CNA, transmitiendo el mensaje a su gente de que “ellos” eran ya “nosotros”. Du Plessis sabía que las consecuencias podían ser terribles si, antes de cada partido de la Copa del Mundo, la gente veía a los Springboks cantando la letra de “Die Stem” en afrikáans y en inglés con entusiasmo, pero no la del “Nkosi Sikelele”.
Du Plessis no había hablado de política con ninguno de los jugadores, pero no tenía motivos para creer que fueran otra cosa que los típicos votantes del Partido Nacional, que había impuesto el Apartheid durante casi medio siglo con la ignorancia y los prejuicios que eso entrañaba.
“Teníamos a algunos afrikáners de pura cepa, y el himno [el Nkosi Sikelele] estaba en xhosa, que era la lengua del que, para muchos surafricanos blancos, había sido el enemigo. Era duro pedir a estos chicos que cantaran una canción que tenía esas connotaciones”. Y era duro enseñarles a pronunciar las palabras en xhosa. Dos de los jugadores de la plantilla lo hablaban un poco, los 24 jugadores restantes no tenían ni idea.
Por suerte, Du Plessis tenía una amiga que podía ayudar, una vecina suya en Ciudad del Cabo llamada Anne Munnik. Era una mujer blanca de treinta y tantos años, esbelta, atractiva y vivaz, de habla inglesa, que se ganaba la vida enseñando xhosa. Se quedó estupefacta cuando Du Plessis le sugirió que diera una clase a los Boks para enseñarles a cantar el Nkosi Sikelele. ¿Cómo reaccionarían?
Munnik pensó en algunos de sus nombres guturales, típicos del afrikáner (Kobus Wiese, Balie Swart, Os du Randt, Ruben Kruger, Hannes Strydom, Joost van der Westhuizen, Hennie le Roux), y tenía la sensación de que, desde el punto de vista político, también debían de tener más en común con la extrema derecha que con el CNA, con “Die Stem” que con el “Nkosi Sikelele”. Con serias reservas, aceptó.
Quedaron una tarde de la tercera semana de mayo de 1995 en el hotel de Ciudad del Cabo en el que se alojaba el equipo durante los preparativos para el primer partido de la Copa contra los campeones del mundo, los australianos, para el que faltaban pocos días. Du Plessis, una torre al lado de la menuda profesora, la presentó como una vieja amiga. Los jugadores reaccionaron como adolescentes. Codazos, guiños, gestos de complicidad.
“Cuando Morné dijo que había estado en mi granja varias veces no hubo más que hablar”, recordaba Anne Munnik. “Todo fue ‘oh’, y ‘ah’, y risitas, y carcajadas, e insinuaciones, y empezaron a tomarnos el pelo”.
Pero sin mala intención. Era aficionada al Rugby, pero nada de lo que había visto en televisión la había preparado para el tamaño de aquellos hombres en carne y hueso. Wiese y Strydom medían 1,93 metros y pesaban 125 kilos; Swart medía casi ocho centímetros menos, pero era tan ancho como la puerta de un establo.
Dio a cada jugador una hoja de papel con la letra de la canción y les hizo leerla, repitiendo las palabras más difíciles e intentando reproducir los sonidos chasqueantes del xhosa, casi imposibles para personas que no los hubieran aprendido desde niños. “Luego, cuando llegó el momento de cantar”, contaba, aún sorprendida, años más tarde, “lo hicieron con mucho sentimiento”. Kobus, Wiese y Strydom tenían talento natural. Wiese (pronunciado Vise) era uno de los payasos del equipo y un hombre cuya agudeza mental parecía impropia de su tamaño, pero nadie habría podido acusarlo nunca de ser progresista. La liberación de Mandela, según reconocía él mismo, le había dejado frío.
Wiese se asombró al ver con qué rapidez la música del “Nkosi Sikelele”, desde la primera vez que cantó el himno, había eliminado de un plumazo los escrúpulos políticos. “Había oído la canción, por supuesto”, contaba. “Había visto en televisión esas masas enormes de negros desfilando, cantando y bailando por las calles con palos y neumáticos en llamas; les había visto arrojar piedras e incendiar casas. Y siempre se oía el “Nkosi Sikelele iAfrika” de fondo. Para mí, y prácticamente para todos los que conocía, el himno era sinónimo de swart gevaar, el peligro negro. Pero el caso es que me gusta mucho cantar. Siempre me ha gustado. Y de pronto descubrí, para mi asombro, que estaba atrapado en el canto, que era una melodía preciosa.
François Pienaar, el capitán, que había conocido a Mandela un año antes y había quedado cautivado, se unió al grupo con buena voluntad, pero le costaba muchísimo la pronunciación de las palabras y tenía la canción en sí menos presente – “pocos de nosotros conocíamos ni siquiera la melodía, la verdad” – que Wiese, con toda su falta de progresismo.
(…) Hennie le Roux, uno de los miembros más solemnes del grupo, se dedicó con gran aplicación a las lecciones de Anne Munnik. Era tan poco político como los demás, pero tenía ya muy clara la necesidad nacional de aprender el “Nkosi Sikelele”. Lo había comprendido, como otros Springboks, a su llegada al hotel de Ciudad de El Cabo unos días antes, cuando el personal, en su mayoría negro, salió a recibirles en el vestíbulo. “Nos recibieron cantando, bailando y celebrando, felices de vernos, muy acogedores. Fue algo que no habíamos visto nunca en nuestras carreras, unos negros ahí delante, saludándonos con tanto entusiasmo como el que nos mostraban las muchedumbres de aficionados blancos más enloquecidos. Fue un gran momento para todos nosotros”.
James Small lo decía de forma más directa. “Nos miramos entre nosotros y pensamos: ¡Joder, aquí está pasando algo!” Para Le Roux, ése fue el momento en el que comprendió que tenía que poner algo de su parte. “Si ellos estaban tan dispuestos a estar a nuestro lado, lo menos que podíamos hacer nosotros era un esfuerzo para aprender su canto”.
Munnik estaba a punto de acabar la clase cuando los tres jugadores más grandotes del equipo, Wiese, Strydom y Swart, alzaron la mano: ¿Podían cantar el himno una vez más, ellos tres solos? “Dije: ‘¡Por supuesto! Y empezaron a cantar, como tres niños de coro gigantes, primero en voz baja, subiendo hasta las notas más altas. ¡Lo cantaron de forma tan hermosa! Los demás jugadores se quedaron boquiabiertos. No hubo risas ni bromas. Simplemente los miraron”.
Para los tres gigantes, cantar aquella canción tuvo el poder de una epifanía. “¡Allí se quedó mi inocente ignorancia, hecha añicos!”, exclamaba Wiese. “Cuando aprendí la letra de aquel canto se me abrieron las puertas. Desde entonces, cada vez que oigo a un grupo de negros cantando el “Nkosi Sikelele”… es deslumbrante, tío. Es precioso”.
El equipo cantó el “Nkosi Sikelele” en el partido inaugural contra Australia, y en cada partido mientras iban camino hacia la final. Pero cuando llegaron a la final contra Nueva Zelanda, Pienaar, el capitán de los Springboks, se quedó mudo. “No pude cantar el himno”, reconoció. “No me atreví”. Había querido desesperadamente estar a la altura de la ocasión, ser un ejemplo, no decepcionar a Mandela. Había visualizado la escena una y otra vez en su cabeza. Sin embargo, cuando llegó el momento, cuando los dos equipos se pusieron en fila a un lado del campo, antes del partido, y la banda tocó los primeros compases del “Nkosi Sikelele”, no fue capaz de abrir la boca. (…) Dos horas después probó el sabor de la victoria. Ante el júbilo de toda una nación, los Springboks ganaron el partido y se coronaron campeones del mundo.
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Publicado em 08.03.2012