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Bolívar, Padre ausente
La imagen de un Libertador inmortal – intocable y ajeno – servía a los intereses de quienes lo querían mantener lejos del pueblo. Hoy, ya despabilados, podemos acercarnos a él sin falsos recatos
por José Roberto Duque
Cuando en 1842 la comisión presidida por el doctor José María Vargas trajo, por fin, los restos de Simón Bolívar de regreso a Caracas, luego de 12 años de su muerte y varios intentos infructuosos (porque varias veces el Congreso venezolano desaprobó sucesivas peticiones para traerse esos restos a reposar en su ciudad natal), las calles de la capital fueron un mar de sentimientos encontrados. El héroe fue recibido con más llanto que aplausos. Una emoción genuina de gratitud y admiración hacia el paisano, que había hecho lo que ya todo el mundo sabía que había hecho, se convirtió en amplia manifestación de devoción, de la que no escapó ni el propio José Antonio Páez. De que al centauro se le escaparon unos lagrimones frente al sarcófago de su amigo, compañero y a veces también adversario ya no cabía duda: por alguna razón, que hemos sido incapaces de descifrar o de aceptar, los venezolanos sentíamos y tal vez todavía sentimos algo de culpa por la forma en que tratamos o dejamos de tratar a Simón en sus años finales. Todavía nos debemos esa discusión.
¿Culpa, nosotros? Tal vez no, pero explícame la recurrencia del relato que nos autoflagela al insistir en que ese hombre tan rico y tan poderoso murió con una camisa prestada.
Lo cierto es que Venezuela no estaba recibiendo en 1842 el cadáver de un ciudadano más, sino los restos mortales de su más alta figura política y militar. Genio, lo llamaron; y Padre de la Patria, lo rebautizaron.
Padre de la Patria; tal vez no se note tan claramente el énfasis o la redundancia, por lo tanto hay que hacer el ejercicio. La Patria es, por definición, el terruño del padre. Bolívar (Padre de la Patria) es el papá del terruño donde nació nuestro padre. Así que la convención lo ha convertido en el más refulgente de los padres de esta tierra: papá de los helados páramos, papá del Caribe, de la Amazonia y de los Llanos. Papá, coño, cómo te maltratamos, maldita sea, qué feos y desconsiderados hemos sido.
Un año transcurre, y cuando los restos de Bolívar llegan a Caracas pasan nuevamente por las manos del doctor Vargas (el estado se llama La Guaira, no lo olviden). Para sorpresa, o simple curiosidad, de este faltaban algunas piezas que él había visto cuando revisó el cuerpo en Santa Marta un año atrás; una pieza dental, varios huesos de los dedos de las manos y los pies. Nada que lesionara la integralidad de los restos: aquella osamenta más o menos desarticulada seguía siendo la de Bolívar. El doctor y su equipo unieron, o reconstruyeron, con diversos materiales las piezas inexistentes o desprendidas, y luego del trabajo de recomposición lo depositaron en un sarcófago en el que permaneció hasta 1942, pero en dos locaciones distintas: primero en la Catedral de Caracas y luego en el Panteón Nacional. Medina Angarita lo mandó a exhumar en 1942 y, 30 años después, Rafael Caldera hizo lo propio.
Hasta que llegó julio de 2010 y Chávez, el bolivariano más fervoroso de la era de los medios de información, le dio un vuelco o un revolcón a nuestra historia simbólica. Cuando se volvió a abrir aquel sarcófago, en una esquina había una cajita de plomo contentiva de polvo, restos de ropa y de calzado y una carta firmada por José María Vargas, en la que detalla esa historia de los huesos que ya no están.
Fue entonces cuando aquella osamenta, oculta a los ojos de los venezolanos durante casi dos siglos, apareció en cadena nacional tal cual es. Desde ese momento ya los venezolanos no podíamos, ya no podemos ser los mismos; la imagen canónica, sagrada, inaccesible de nuestro padre nos fue tajantemente cambiada, mostrada y desnudada más allá de todas las desnudeces. Ya no más figura paterna, ya no más semidiós romano inmarcesible: nuestro padre ya no es el coloso a cuyas espaldas tremola la bandera azotada en el Chimborazo: el tipo que “nos liberó y fundó cinco naciones” es un ser humano que, después de tanta proeza, se resume y se reduce a ese huesero pelao. Las calaveras todas blancas son: adiós al mito del Libertador inmortal.
Después de semejante aterrizaje semiótico de la enormidad del padre, dime tú a qué figura de autoridad vamos a reconocer, ante quién o ante qué nos vamos a estar arrodillando: desde 2010 somos un pueblo que se liberó de esa carga demoledora que significa ser hijos de un ultrapapá que todo lo resumía en sentencias cortas, todo lo sabía, todo lo podía y todo se le daba, menos la utopía de una Latinoamérica unida. Pero esto último no se le dio ya sabes por qué: por culpa TUYA. Nah, ya no nos creemos eso tampoco.
El sueño de Bolívar era grandioso y los suramericanos de aquella época y de esta no pudimos ni podemos materializarlo, y punto, no hay que andarse mortificando por ello.
Bolívar sigue por aquí, ya no bañado de flamígeros resplandores, sino terrenal, controversial y digno de discusiones, como todos los venezolanos y gentes tocables de todas partes.
{ Épale CCS }
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