De lo que ustedes llaman el patio trasero

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Gustavo Dudamel: de Latinoamérica al mundo

por Miguel Cabrera
(Especial para Granma)

Hace casi un cuarto de siglo que pisé por primera vez el suelo venezolano, en esa ocasión invitado por el Festival Internacional de Danza, que organizaron en Maracaibo el Conjunto Danza Luz y la Universidad del Estado del Zulia. Esa visita, que me permitió también conocer Caracas y cumplir el deseo de visitar la estatua de Bolívar, en la Plaza que lleva el nombre del Libertador, a la que llegó nuestro Martí “sin quitarse el polvo del camino”, abrió una hermosa cercanía a muchos de los más eminentes representantes de la vida artística y cultural de esa hermana nación.

En una de esas muchas visitas profesionales, mi misión principal consistía en coordinar los detalles para la puesta en escena de la versión coreográfica de Giselle, realizada por nuestra Alicia Alonso, para el Ballet del Teatro Teresa Carreño, uno de los centros culturales más importantes de toda América Latina. Mis anfitriones en esa ocasión tuvieron la gentileza de invitarme una noche al coctel organizado con motivo de la Gala ¡Viva Nebrada!, un homenaje a Vicente Nebrada, coreógrafo venezolano de fama mundial, quien por cierto había iniciado su carrera profesional en 1952 como integrante del hoy Ballet Nacional de Cuba (BNC).

En el Patio de las Esculturas, del Museo de Arte Moderno de Caracas, entre saludos y abrazos a antiguos amigos, uno de ellos me tomó por el brazo y abriéndose paso entre una multitud de curiosos, logró ponerme frente a un joven de mediana estatura y sólida complexión, cuya cabeza estaba coronada por una copiosa y rizada cabellera negra. Lucía como un niño grande y era aclamado, con inequívoca admiración, por todos los presentes. Era Gustavo Dudamel, el célebre director de orquesta, cuya fama conocía desde mucho antes.

Cuando Eloísa Maturén, una bailarina venezolana con quien había contraído matrimonio dos años antes, le habló de mis vínculos con el ballet cubano, se separó del grupo y en forma sumamente cortés me estrechó la mano. “Espero vayas a la Gala y te guste el programa – me dijo – yo pienso disfrutarlo también, porque hace mucho que no dirijo ballet y me encanta hacerlo”. Y con su famosa sonrisa cerró el encuentro.

Nunca olvidaré aquella noche del 28 de julio del 2008, que me dio el privilegio de conocer a un genio de la música de nuestro tiempo. Seis días después nos hizo llegar las entradas y en el Teatro de la Universidad Central de Venezuela, bello sitio declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad, asistimos al histórico concierto. Después de enfrentar el rico repertorio coreográfico de Nebrada, a petición del enfebrecido auditorio cerró con el Mambo de West Side Story, de Leonard Bernstein, con el que hizo bailar a los músicos de la orquesta y a todo el auditorio.

Eloísa, gentil como siempre, me llevó al camerino y, sin esperarlo, Dudamel y yo nos fundimos en un apretado abrazo, a la vez que inquiría mi modesta opinión sobre el espectáculo, especialmente sobre los tiempos musicales que había usado para los bailables. Como si fuéramos viejos amigos, volvimos juntos al escenario, donde por mucho tiempo lo vi firmar autógrafos y recibir felicitaciones.

La solidez de la meteórica carrera de Dudamel acaparaba ya la atención de la prensa mundial, no solamente por sus éxitos al frente de las más prestigiosas orquestas sinfónicas europeas y de los Estados Unidos, sino también por su obstinada persistencia en subrayar sus raíces latinoamericanas.

Nacido en Barquisimeto, el 26 de enero de 1981, había realizado su formación musical bajo la guía de eminentes profesores de su país y se enorgullecía de ser fruto del Sistema de Orquestas creado por su maestro José Antonio Abreu. Y por si fuera poco definía a la Sinfónica Simón Bolívar como su sitial más alto, aunque su batuta ya se había alzado con las de Gotemburgo y Stuttgart, las Filarmónicas de Israel y Los Ángeles y la Real de Liverpool, y sus públicos incluían al Papa Benedicto XVI, los de la Scala de Milán y el Albert Hall, de Londres.

Dos años después, el 24 de julio del 2010, tuve el honor de reencontrarme a Dudamel en Caracas, dirigiendo nuevamente el Festival Coreográfico Nebrada. Conducido, esta vez por un maestro Abreu henchido de justo orgullo por su alumno, llegué al camerino del Teresa Carreño, donde el famoso director me recibió con una sola y rotunda palabra: “¡Cuba!” Y sin que mediara pausa alguna, me añadió: “Tu país es tierra de grandes bailarines y grandes músicos y me gustaría mucho dirigir allá El lago de los cisnes o Cuadros en una exposición, de Mussorsky, una obra que Alicia ha coreografiado y que me ha invitado a hacerla con el Ballet Nacional. Tengo muchos deseos de dirigir en Cuba y espero hacerlo pronto con la Simón Bolívar, como parte de una gira planificada por los países del ALBA”. Y agregó jocosamente: “Esta ha sido una noche de ballet, así que ponte tú en el centro para tomar una foto y nos vemos pronto”.

Han pasado tres años desde entonces y la estatura artística de Dudamel ha crecido en igual medida que su ética. Fiel a los ideales del hombre que en el 2007 lo condecoró con la Orden Francisco de Miranda de Primera Clase y lo nombró Padrino de la Misión Música, que aspira a incorporar a más de un millón de niños y jóvenes al Sistema de Orquestas Juveniles de Venezuela y colaborar con similar empeño en otras naciones hermanas, no vaciló en desafiar vaticinios y voló a Caracas para dirigir el Himno Nacional de Venezuela en las exequias del Presidente Hugo Chávez.

Allí patentizó, además, sus lazos solidarios con Latinoamérica y su misión como mensajero de la paz mediante la música, en un histórico concierto en el Teresa Carreño, que contó con la presencia de 36 líderes mundiales y una masa de compatriotas conmovida hasta las lágrimas.

Ratificaba una vez más aquella declaración de principios que hizo durante un concierto en el Hollywood Bowl, de California, cuando batuta en alto dijo a la audiencia: “Vean, yo vengo del Sur, de lo que ustedes llaman el patio trasero y nunca voy a dejar de ser de ahí, de mi casa”. Sabio, Dudamel, que no olvida que el arte no tiene patria pero los artistas, sí.

Ahora, en que acaba de ser proclamado como “El tornado que ha sacudido la música clásica del siglo XXI”, resuenan en mis oídos sus palabras añorantes por un encuentro con el público cubano. Confiemos, en que a pesar de su apretada agenda, pueda hacerse realidad ese sueño compartido.

Granma }

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