¿A favor del despertarse?


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Capitalismo “woke”: ¿Ahora el capitalismo se ha vuelto “de izquierda”?

por Matteo Bortolon

Lo que parecería una paradoja, más que una provocación, es una cuestión central en un libro – de Carl Rhodes, “El capitalismo ‘woke’. Cómo la moral corporativa amenaza la democracia” – de extrema relevancia, y tal vez incluso un precursor en lo que respecta al debate italiano y europeo. (Carl Rhodes: Capitalismo woke. Come la moralità aziendale minaccia la democrazia, Fazi, 2023)

Se dedica a un fenómeno típicamente norteamericano, que todavía no parece haber afectado significativamente al Viejo Continente: la capacidad de las empresas para apoyar causas progresistas como el medio ambiente, el movimiento LGBT, el antirracismo, los derechos de las mujeres y similares.

En poco más de 300 páginas, el libro desarrolla la temática en 13 capítulos, legibles casi independientemente del resto; el primero de ellos plantea el tema en términos generales, y cada uno de los siguientes lo precisa y enriquece a partir de ejemplos concretos

El elemento de referencia central es el término “woke” del que el autor proporciona una ilustración esencial y completa: como se describe en el tercer capítulo (Los inversores y el estar despierto), la palabra (que literalmente significa “despierto” o por extensión semántica “consciente”) en su sentido político deriva su significado de un discurso de Martin Luther King y del entorno del movimiento por los derechos de los negros en EEUU, que se hizo famoso gracias a la cantante de soul Erykah Nadu en 2008, hasta llegar al Black Lives Matter, el movimiento que lo consagró en 2013 como palabra clave del progresismo contemporáneo.

El término “woke”, que nació con una fuerte connotación social radical (antirracismo pero también anticapitalismo, antiimperialismo, etc.) posteriormente tuvo un cambio semántico para designar una atención un tanto hipócrita y ostentosa a causas progresistas de moda como el racismo, el cambio climático, la igualdad de la mujer y similares.

Al final, la palabra ha sido utilizada más por sus detractores que por sus partidarios, en un sentido casi completamente distinto, lo que ha desembocado en una batalla cultural por la “corrección política”.

El tema central del libro se refiere al hecho que numerosas empresas estadounidenses han abrazado estos temas y son activas en este aspecto proporcionando una colorida galería de ejemplos: desde el ultramillonario de BlackRock que arremete contra la injusticia en las redes sociales, al anuncio de Nike contra el racismo; desde Gillette (empresa de hojas de afeitar) que condena la “masculinidad tóxica”, hasta el apoyo de muchas empresas al referéndum australiano sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Estos no son ejemplos aislados: “entre las empresas, especialmente las globales, hay una tendencia significativa y observable a favor del despertarse” hasta el punto que “según el New York Times, el capitalismo ‘woke’ ha sido el leitmotiv de Davos 2020”.

Obviamente, tal activismo empresarial responde a una actitud hacia los problemas que preocupan a la ciudadanía: generalmente benevolente con el mundo progresista y con un rechazo violento al pensamiento conservador.

Según muchos comentaristas de la derecha cultural, las empresas han sido víctimas de una agenda progresista que socava el capitalismo: “las grandes empresas se han convertido en el principal guardián cultural de la izquierda”; “La izquierda cultural se ha apoderado de las burocracias corporativas estadounidenses” (dos comentaristas citados en las pp. 15-16, por supuesto antes del genocidio israelí en Gaza).

Además de su aversión por la propia esencia de esta agenda, se atisba el argumento de que los ejecutivos de las empresas no tienen derecho a hacer valer un punto de vista utilizando la influencia económica que pueden ejercer, que deberían limitarse a hacer su trabajo sin desbordarse hacia la política. Este argumento no carece de persuasión, aunque hay que decir, de paso, que esta postura muestra un buen grado de hipocresía: no parece que haya habido muchas protestas desde el lado político cuando industriales reaccionarios como los hermanos Koch han apoyado y regado de dinero a diversas realidades conservadoras religiosas o antiecologistas pertenecientes al Partido Republicano.

Dado que el subtítulo del libro ya sugiere su posición crítica (“Cómo la moral corporativa amenaza a la democracia”), conviene precisar que el autor, el australiano Carl Rhodes, no es ni conservador ni reaccionario.

En su valioso resumen del desarrollo de Black Lives Matter tiene palabras elogiosas hacia este movimiento, identificando sus raíces en las movilizaciones de M. L. King de los años 1960, y no escatima en críticas a quienes lo atacan desde posiciones identitarias: “para la derecha anti-woke, la libertad de expresión se traduce en la libertad de atacar a quienes no están de acuerdo con ellos”.

Entre los detractores hay esencialmente dos argumentos de moda. Según el primero, una empresa sólo tiene el deber de obtener beneficios, y no debe moralizar ni promover una agenda política específica – no tanto por la injusticia de aprovechar su poder económico para promover sus opiniones, sino por desviar su energía de su propósito principal.

El segundo aprovecha la instrumentalidad de tal posicionamiento: la adhesión al despertar (“woke”) es sólo un pretexto para mejorar la propia imagen: el famoso greenwashing (lavado verde) en las cuestiones ecológicas, por ejemplo.

Naturalmente, la acusación de hipocresía e incoherencia siempre tiene un gran efecto, y es fácil estigmatizar al VIP que viaja en un jet privado a la cumbre contra el calentamiento climático. En resumen, según la primera crítica, los empresarios “woke” corren el riesgo de obtener menos beneficios; para el segundo argumento lo harían pero de manera engañosa e inconsistente, utilizando ideales como simple marketing.

Según el autor, la primera objeción debe rechazarse rotundamente: las empresas que han mostrado un activismo “woke”, no han visto caer sus beneficios sino que, por el contrario, han consolidado, si no fortalecido, su posición en el mercado.

Esto también teniendo en cuenta que no se trata sólo de un posicionamiento de imagen a coste cero (publicar comunicados de prensa con las posiciones propias y enviar directivos a hacer declaraciones obviamente no cuesta nada), sino también de aportaciones concretas: estamos hablando de millones de dólares para estas causas. Sin embargo, el retorno de la imagen permite no sólo recuperar los costes, sino también ampliar los beneficios.

Esto nos lleva a la segunda crítica, que Rhodes analiza yendo más allá de la acusación, un tanto superficial de falsedad o hipocresía, sino echando un vistazo a la lógica interna de la empresa.

Los dos modos de enfoque empresarial que examina son la responsabilidad social corporativa de empresas (RSE) y el patrocinio (clientelismo) que practican los millonarios.

El primero de estos principios es un recordatorio a los directivos para que consideren en sus decisiones el impacto en todos los sujetos involucrados. Por tanto, habrán de estar atentos a los consumidores, trabajadores, proveedores, etc. incluyendo su bienestar, siempre después de los beneficios de los accionistas.

El autor muestra cómo esta noción – según la cual el primer deber y el objetivo principal de la empresa es producir beneficios – serpentea a través de la investigación académica en los años setenta de acuerdo con el plan de los gobiernos neoliberales de Thatcher y Reagan para construir a cada individuo como un capitalista.

Pero en realidad, dado que el objetivo es limpiar la culpa que la empresa se atrae a sí misma persiguiendo únicamente beneficios, la RSE puede considerarse no como una mitigación de los intereses de los accionistas, sino como una mejor estrategia para protegerlos a largo plazo, evitando boicots, publicidad negativa, represalias legales y similares.

Algo parecido es el mecenazgo filantrópico de los ricos, cuyo principal referente es Andrew Carnegie y su ensayo El evangelio de la riqueza. En este caso, se trata de utilizar una parte del propio patrimonio para obras de utilidad social, especialmente de carácter cultural, como bibliotecas o museos; una especie de estrategia política para evitar que el resurgimiento de la desigualdad dé paso al socialismo, dando una apariencia de armonía entre ricos y pobres.

Esta forma, si bien parece bastante anticuada en su modalidad decimonónica (marcado por un paternalismo bastante desfasado), sobrevive hoy en las fundaciones sostenidas por la oligarquía que otorgan becas u otro tipo de ayudas; Y es precisamente una de ellas, la Fundación Andrew Mellon, la que en el verano de 2020 anunció una fuerte prioridad “a la justicia social en todas sus formas” (Otra es la de George Soros).

Ambas formas de “redistribución desde arriba”, más allá de los innegables impactos que pueden tener sobre sus beneficiarios directos, están abiertas a críticas por su relevancia para la sociedad en su conjunto: los límites de estas orientaciones lógicamente no cuestionan la base del beneficio, debiendo limitarse a un estrecho camino para llegar a la compatibilidad con este.

Críticas similares apuntan al capitalismo despierto. Es fácil ver cómo entre los temas de este compromiso hay una selección forzada determinada por intereses: todavía no hemos visto a las grandes empresas salir al campo contra la evasión fiscal, porque son las primeras en practicarla.

Sin embargo, Rhodes no se limita a estigmatizar una forma de instrumentalidad o inconsistencia: el fuerte núcleo de su argumento va más lejos. En primer lugar, lo considera una forma de explotación adicional.

En el capítulo en el que se describe el posicionamiento de la Liga Nacional de Fútbol de EEUU (NFL) contra el racismo, se sugiere un paralelismo persuasivo: el 70% de los jugadores de la NFL son afronorteamericanos, pero todos los equipos son propiedad de blancos… Después de una larga tradición de explotación comercial de las cualidades físicas de los negros, ahora tiene lugar la canibalización de sus luchas.

La NFL, de hecho, después de criticar a los jugadores porque se arrodillaron en lugar de cantar el himno nacional antes de competir como una señal de protesta por la brutalidad de la policía, en el colmo de la hipocresía reivindicó una canción considerada un expresión máxima del radicalismo negro antes de cada partido. Por lo tanto, cuando cambia el viento, los empresarios explotan los símbolos y los lemas, para mejorar la imagen y aumentar las ganancias.

Pero no es sólo esto. El autor, citando al abogado constitucionalista John Whitehead, ve el capitalismo “woke” como una manera en que las grandes empresas están reemplazando al gobierno democrático, retrocediendo a una forma de neofeudalismo. Y lo hacen de la siguiente manera: la administración Trump, como no logró dar respuestas convincentes a problemas como la violencia policial y el control de la tenencia de armas, se ha posicionado como nuevos “referentes morales”.

Como afirma de forma inquietante el presidente de la Fundación Ford, ante los desequilibrios sociales “en medio de la tormenta la voz más clara fue la de las empresas”. Los directores ejecutivos de General Motors y Wal-Mart supuestamente “corrieron el riesgo de decir la verdad al poder”.

Ciertamente nos hacen estremecer algunas declaraciones de los grandes del capital: exponentes de las mayores empresas de un país universalmente considerado como una corporatocracia hoy apelan a la responsabilidad moral de mantener una postura ética frente a los males que aquejan a la sociedad.

Todo esto recuerda a la llamada “captura oligárquica”, el proceso en el que el mundo empresarial logra controlar instituciones nominalmente dedicadas al bien público para servir a sus propios intereses.

Ahora son las mismas estructuras supuestamente emancipadoras las que están siendo colonizadas y explotadas.

Por no hablar del hecho que el desalentador panorama de vaciamiento de la política para abordar los problemas sociales fue creado esencialmente por las propias empresas, corrompiendo a sus súbditos y tomando el control del aparato, vampirizado por los distintos lobbies del capital.

Precisamente por eso surgió el “populismo” identitario de Trump y otros como él en todo el mundo. En este sentido, el autor sugiere “volverse despiertos hacia el capitalismo despierto”, en referencia a la etimología original del término: ser conscientes de que los problemas sociales no serán resueltos por el sistema, sino agravados, porque son promovidos por los mismos sujetos que los causaron.

Queda por decir hasta qué punto este texto habla a los europeos. Este fenómeno llegará también aquí, como muchas modas del otro lado del Atlántico. El escritor no cree que esto vaya a suceder, al menos en estas formas, porque el contexto social es profundamente diferente y un proceso de adaptación es un desafío difícil.

Pero hay que señalar que algo parecido ya ha comenzado en el Viejo Continente: no son las empresas las que se convierten directamente en la fuente de la palabra moralizante, sino los aparatos burocráticos, expresión directa de las presiones de los lobbies y de la tecnocracia: los órganos de la Comisión Europea y el BCE (de nuevo, antes del genocidio sionista).

De hecho, si pensamos en la forma en que se están tomando medidas sobre la cuestión del cambio climático, tenemos un ejemplo perfecto de captura oligárquica de una cuestión que alguna vez fue una justa reivindicación de grupos radicales o anticapitalistas, para convertirla en ventaja del beneficio privado o, de otro modo, convertirla en el lecho proxy de los instrumentos de mercado.

Incluso en este campo, la sugerencia de Carl Rhodes de mantener la vara en alto y no dejarse engañar, centrando la atención en problemas sociales reales, parece convincente (p. 267); pero el escritor diría más bien: tened en cuenta los nudos estructurales, es decir, los mecanismos de acumulación de beneficios, la bajada de salarios y la agenda de privatizaciones y liberalizaciones propugnadas por el hacha de la centralidad de la competencia en el derecho europeo que aplasta al constitucionalismo democrático.

{ La Haine }

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