¿Por qué será?


| “Chaos”/Ron Deri |

La mafia

por Aciago Bill

Vivir en una sociedad que no te gusta implica cierto grado de contradicción personal. Ya seas pensionista o funcionario, viviendo del o para el estado o trabajando en una empresa privada el nivel de insatisfacción con uno/a mismo/a puede ser insoportable. Los anarquistas no son marcianos. Aunque marginados y criminalizados, intentan influir en la sociedad y a su vez, son influidos por ella. Los hippies lo tienen más sencillo: se van al campo. Se sentirán así más a gusto consigo mismos, pero aislándose renuncian a propagar su mensaje. Entre los rebeldes, el sueño más común siempre ha sido montar un grupo de música, una pequeña editorial, una distribuidora de ropa y música, una cooperativa educativa o la confección y venta de artesanía: anillos, pulseras, pendientes, ceniceros y cosas por el estilo. Muy poca gente llega a vivir de ello y nunca falta quien los acuse de estar forrándose a costa del anarquismo.

Está siempre presente la espinosa cuestión del dinero. En esta sociedad ganarse la vida requiere una contraprestación monetaria y no todo el mundo tiene las mismas necesidades. Si tienes hijos/as estás prácticamente obligado/a a trabajar y ganar el máximo dinero posible. Con el paso del tiempo contraes obligaciones: una casa en la que vivir, ya sea en alquiler o en propiedad, una moto o un coche porque el absurdo sistema de transporte motorizado es una imposición más, pagar impuestos, comida y vestimenta. Hay quien desarrolla patologías en relación con el dinero. O se hacen ávaros o consumidores compulsivos o se convierten en adictos a los juegos y casas de apuestas; por cierto, que ya hay asociaciones vecinales que comparan la adicción a las apuestas con la gran oleada de la heroína de mediados de los ochenta, y reclaman que éstas no se instalen en las cercanías de colegios e institutos. Las casas de apuestas se encuentran siempre en los barrios más humildes: los trabajadores se juegan su jornal, los ricos juegan a la Bolsa, que da menos disgustos. Todo esto son fenómenos psicológicos producidos por la obligación de ganar dinero, por tener siempre el dinero tan presente en nuestras vidas, carcomiendo y corrompiendo conciencias, enajenando voluntades y robándonos la alegría de vivir, además del tiempo de vida que hay que perder irremediablemente en obtenerlo. Un tiempo de vida sin retorno, aún en el raro caso de que te guste el trabajo que desempeñas, se puede considerar esto un lenitivo. Sin dinero no se puede vivir y por dinero se llega a matar, hasta llegar a exterminar poblaciones enteras, como nos muestra la historia del colonialismo. Trabajar es una condena y trabajar en algo que no te permita el más mínimo desarrollo personal, algo para lo que no estás predispuesto/a vocacionalmente es además una maldición.

También hay que considerar la posibilidad de vivir atentando contra la ley, ya sea atracando bancos, traficando con drogas, de butronero o reventando cajeros automáticos… casi todas ellas, actividades muy loables; ya sé que lo de las drogas es polémico, pero ¿Quién no ha tenido un colega que trapicheaba con sustancias porque no tenía ningún otro medio de subsistencia? o en los pueblos de la bahía de Cádiz con un cuarenta por ciento de paro y a mil quinientos pavos la descarga nocturna de fardos de hachís. ¿Quién se atreve a reprocharles algo excepto los biempensantes conservadores ya sean de izquierdas o de derechas?, ¿es menos ético el tráfico de drogas que la fabricación y venta de armas por parte del Estado-Capital? A quien se manifiesta contra esto último se le acusa de querer acabar con puestos de trabajo. Existen dentro del mundillo libertario dos corrientes: la que reclama el derecho a la libre experimentación con nuestro cuerpo y nuestra mente y la que, poniendo por ejemplo la descomposición de los Panteras Negras y las comunidades barriales que les servían de apoyo debido al alcohol y las drogas y la introducción masiva de la heroína a principios de los ochenta en el Estado español en general y en Euskal Herria en particular, considera las drogas como un medio de marginalizar, criminalizar y disolver el entorno rebelde juvenil. Creo que ambas tienen parte de razón. El límite está cuando por tu cabeza no pasa más que satisfacer la próxima dosis, sea trago, raya o plata, cuando las drogas dejan de ser lúdicas y se transforman en toxicomanía, hundiéndote en la apatía y anulando tu personalidad.

Pero afrontar la cárcel como castigo a actividades ilegales supone poseer una determinación que no todo el mundo tiene a su alcance. Si te meten preso/a debido a un montaje policíaco-judicial no tienes más remedio que asumirlo sobre la marcha. La cárcel es una posibilidad siempre presente tanto para revolucionarios como para delincuentes habituales y profesionales. Pero estos últimos tienen la justificación de haber asumido conscientemente el riesgo debido a sus actividades, no por sus ideas, que son antiestatales sin saberlo porque discuten el monopolio del Estado del latrocinio y la violencia, aunque unos pocos presos sociales se politicen en la cárcel.

Enfocado desde cierto punto de vista, todos los presos son políticos: violan las normas legales impuestas por el Código Penal elaborado en el parlamento por los partidos políticos. Por desgracia, mucha de esta violencia social se dirige contra el pueblo mismo, gente robando cuatro chavos a gente que sólo tiene cuatro chavos. Es el sistema el que combate la violencia generada por el propio sistema, el imperio del dinero. Los medios de formación de masas no se cansan de exhibir esta pequeña delincuencia, generando en la población demanda de más seguridad y presencia policial. Y no digamos ya cuando se produce una violación u homicidio.

Hay muertos de primera y de tercera clase. Si la masacre de la valla de Melilla, hubiese sido un atentado terrorista en un país occidental, habríamos visto a los partidos de todos los colores condenarlo, a los medios narrándonos con todo lujo de detalles el espeluznante suceso y exhibiendo a todas horas el dolor de las familias afectadas, al monarca transmitiendo su condena y repulsa y su más sentido pésame. Pero como fue un acto de terrorismo de Estado infligido por una dictadura como la marroquí y fomentado y financiado por una democracia como la española, los fallecidos fueron enterrados a toda prisa, no hubo funerales de Estado y todo el asunto quedó olvidado a los pocos días. Los inmigrantes ilegales viven y mueren en el limbo. No tienen derechos y por eso, por definición, no son personas. Ningún Estado los admite, ningún Estado los reclama. No son como nosotros, ciudadanos de un Estado y súbditos de una monarquía. Sobre nuestros huesos hay flores y manifestaciones de condena.

¡Que suerte tenemos! ¡Nuestro pellejo merece compasión – excepto si estás en la cárcel! ¡Nuestra patria transitoria no es el monte Gurugú! ¡Alabada sea esa Europa que camina a marchas forzadas hacia el fascismo! ¿Por qué será? ¿No es acaso un presidente y un gobierno de izquierdas, socialista y obrero el que ensalza la actuación del Estado y la policía marroquí reprimiendo hasta la muerte a los inmigrantes?

{ Portal Libertario OACA }

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