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El monopolio cultural
por Jorge Molina
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“En virtud de la ideología de la industria cultural, el conformismo sustituye a la autonomía y a la conciencia; jamás el orden que surge de esto es confrontado con lo que pretende ser, o con los intereses reales de los hombres”.
(“La Industria Cultural”, Theodor Adorno y Max Horkheimer)
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En este momento, cuando el sistema socioeconómico preponderante a nivel global se encuentra irremediable e incuestionablemente exhausto, el mundo político parece carecer de una opción ideológica que ofrezca una alternativa viable que lo reemplace. Los gobiernos de los países que mediante la razón o por la fuerza ofrecieron al mundo las ideas que durante 500 años guiaron el desarrollo sociopolítico y económico, se encuentran cuestionados por su propia población.
En la compleja sociedad del siglo XX el acceso a los medios masivos de comunicación se convirtió casi en la única opción para poder ejercer eficazmente la libertad de expresión. Pero ya fuese por las barreras legales o económicas para acceder a tales medios o por la simple competencia en el uso de espacios y tiempos de impresión o transmisión, se fue acotando la diversidad de las opiniones y visiones que tal vez hubiesen evitado que la sociedad aceptara como dogma de fe el pensamiento único que hoy hace crisis. El acotado derecho a la información sirvió para la imposición de las ideas que, impregnadas hasta la médula en la humanidad actual, impiden a la mayoría ver las profundas contradicciones del sistema preponderante y, por lo mismo, evitaron, hasta el surgimiento del Internet, la difusión de nuevas ideas.
A la enorme mayoría aún le cuesta mucho percibir algo distinto a la idea de que nos encontramos ante una crisis de alcances inusitados. Lo que en las pancartas de los indignados se lee, lo que los movilizados identificándose como el 99 por ciento gritan, lo que cada vez más blogs y mensajes por la red claman es que no es una crisis, sino un engaño. El sistema socioeconómico preponderante no ha sido construido para el desarrollo y libertad de la humanidad, es un mecanismo articulado desde la cúpula de un poder omnímodo para extraer toda la riqueza mundial a través del complejo financiero-monetario. Si este ve acotado su dominio, ya sea por los excesos provocados por su propia voracidad o por eventos fortuitos, reacciona succionando todos los recursos de la sociedad. Este complejo financiero global es el que provoca la inflación, que, al igual que los intereses, constituyen el mecanismo intrínseco para la transferencia de riqueza. Cuando el complejo financiero pierde, arrebata a través de los gobiernos los recursos para ser rescatado. Es este el mecanismo esclavizador del capitalismo; el sistema que falsamente se promueve como sinónimo de libertad.
Con el engañoso canto a la libertad individual se ha impuesto un sistema cuya prevalencia depende de que exista escasez. Habiendo escasez, los seres humanos asumen en todo momento comportamientos de lucha, competencia – incluso si esto significa engañar o robar – para obtener el capital que, a través de su acumulación, incrementa a quien lo posee la capacidad de generar aún más escasez.
Rebasando a los gobiernos y sus opositores – todos ellos convenientemente acomodados en partidos políticos – la cosa pública se ha circunscrito alrededor de un solo un tema: el capital. La riqueza de las naciones no se mide ya más que en términos del capital. La lucha ideológica, por tanto, se concentra en cómo y qué tanto se ha de hacer caso al capital. Unos, exaltando las virtudes de éste cuando unos cuantos le poseen y, en el otro extremo, quienes abogan por el dominio colectivo de las mayorías para poseerlo. Bajo esta premisa de que todo es capital, se diluyen todos los demás aspectos de la economía y la vida en sociedad: la dignidad, el trabajo, las fuentes naturales de recursos – agua, tierra, aire, luz -. Nacidos bajo el cobijo del liberalismo, hay aún quienes en esa barahúnda de inconsistencias afirman que capitalismo equivale a libertad de mercados y protección a la propiedad privada. Ni unos ni la otra existen cuando todo el sistema privilegia a unos cuantos al exaltar el individualismo que provoca escasez y, con ello, la acumulación del capital. ¿Cuál es entonces la opción ideológica que pueda sacar al mundo de estas contradicciones?
Dany-Robert Dufour, filósofo francés, investigador del liberalismo y sus consecuencias cuando se convierte en capitalismo salvaje, ha afirmado que éste se plasma como un nuevo totalitarismo. El término de pleonexía dice, se halla en La República de Platón y quiere decir “siempre tener más”. La Polis, se construyó sobre la prohibición de la pleonexía. Puede decirse entonces que, hasta el siglo XVIII, toda una parte de Occidente funcionó con base en esa prohibición. A partir de la creación del complejo financiero monetario se liberó la avidez mundial, la avidez de los mercados, la avidez de los banqueros. Una avidez sobre la que el propio Alan Greenspan (expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos) ante la Comisión norteamericana, después de la crisis de 2008, dijo: “Pensaba que la avidez de los banqueros era la mejor regulación posible. Me doy cuenta de que eso no funciona más y no sé por qué”. Greenspan confesó de esa manera que lo que guía las cosas es la liberación de la pleonexía, pero por ser un individuo creado y cultivado por el propio sistema, no le resulta posible ver más allá.
Ante la urgente necesidad de encontrar nuevos ámbitos ideológicos, nuevas propuestas de partidos y candidatos que recibirán de manos de sus antecesores, países enteros, sociedades y economías destrozadas, no es posible partir de lo conocido. Lo que conocemos se ha gestado en la lógica de la pleonexía que todo lo domina. Es preciso no caer en la tentación de querer arreglar el mundo – el país – con la óptica de nuestras propias estructuras, con las que fácilmente volvemos a repetir la urgencia de organizar, de instituir, de legalizar como si en esos actos conjuráramos lo que ya no queremos y terminamos apostándole de nuevo a la repetición y a la restauración de aquello que pretendimos cambiar.
Para muchos cientistas políticos, el comunismo era un muro de contención contra el capitalismo, una especie de amenaza constante que obligaba a los Estados capitalistas a buscar el bienestar social de las masas trabajadoras para tratar de evitar potenciales huelgas y alzamientos; con ello cobró más fuerza la idea del Estado del Bienestar.
Actualmente el capitalismo, en su versión más radical denominada neoliberalismo, es hegemónico en la mayor parte del orbe y, como todo poder monopólico, corre el riesgo de sufrir constantes y severos descontroles.
El imperialismo de la razón instrumental, del pensamiento calculador y pragmático, ha debilitado el pensamiento crítico-reflexivo.
El pensamiento único es la versión neoliberal de la economía de mercado que implanta la razón económica del beneficio sobre las motivaciones éticas y políticas; además, enaltece la excelencia del mercado y del capital, que es donde se subordinan los demás aspectos de la vida individual y social.
Algunos filósofos vinculan el pensamiento único con la actitud posmoderna, vale decir, el pensamiento a contracorriente es incapaz de esgrimir valores y razones sustantivos capaces de enfrentarse a las razones del mercado neoliberal.
Luego, el pensamiento único se define por las siguientes características:
– Primacía del poder económico: se atribuye a la economía la toma de decisiones y se considera que los intereses del conjunto de las fuerzas económicas constituirían los reales intereses de la comunidad global. La política está ligada al poder de los medios de comunicación y estos, a su vez, frecuentemente se subordinan al poder económico-financiero mundial. Las corporaciones transnacionales y las instituciones financieras son muy poderosas y adoptan como ideal unos pseudo procedimientos democráticos formales que carecen absolutamente de significado real. Amén la ciudadanía, en términos generales, no se entromete en la “cosa pública” e ignora las directrices que configuran su vida. Sin embargo, si en algún momento, por utópico que parezca, se devolviese el poder económico a su rol de subordinación a los intereses sociales, podría existir alguna posibilidad de alcanzar una sociedad libre y democrática.
– Indiferencia ecológica: el pensamiento único occidental concibe al ser humano como desarraigado de la naturaleza, por lo tanto, se observa a la misma con afán depredador. La economía capitalista de línea dura no evalúa ni reduce los costes ambientales de la salvaje y malintencionada interacción explotadora del hombre hacia la naturaleza.
– Desigualdad económica: el pensamiento único capitalista es indiferente hacia las secuelas negativas y desestabilizadoras que genera en el ámbito social, es decir, los ricos se hacen más ricos, y los pobres más pobres. Ergo, aquella brecha provoca una grave segmentación y polarización sociales.
El pensamiento único se conecta con la llamada razón instrumental, descubierta por los teóricos de la Escuela de Frankfurt, según la cual, y siguiendo a Horkheimer, consiste en una pequeña esfera de la racionalidad humana que ha ayudado a convertir a las personas en amos y señores de la naturaleza, les colma de innumerables medios materiales pero, coetáneamente, les deshumaniza y les domina. El imperialismo de la razón instrumental, del pensamiento calculador y pragmático, ha debilitado el pensamiento crítico-reflexivo, aquél que nos orienta y conduce a instaurar nuestra identidad personal con arraigo en la naturaleza y con pleno sentido de solidaridad social.
Horkheimer y Adorno criticaron a la sociedad de su tiempo, señalando que la razón instrumental puso en marcha la industria cultural, que impone sus modelos alienantes a través de los medios de comunicación.
La industria cultural y sus medios de comunicación están formados por: internet, cine, radio, televisión, revistas, música, publicidad y todas las demás actividades de ocio. Merced a estos medios, los grandes magnates de la economía mundial imponen suavemente un monopolio cultural – hegemonía la llamaría Gramsci – que margina cualquier creación que busque emancipar al individuo y estimule la creatividad no controlada por ellos. Los productos de esta industria están diseñados para que el espectador no disponga de tiempo para pensar, pues lo que se ve, escucha o lee ya ofrece la panacea a cualquier interrogante planteada por una mente adormecida por la pirotecnia mediática. La industria cultural implanta valores, conductas, necesidades y lenguajes uniformes y acríticos para todos.
La única solución posible es contar, en algún momento, con una población sumamente politizada y cuestionadora del sistema mundial vigente, solo así paulatinamente se romperán las cadenas de la tiranía hegemónica del pensamiento único. Recordemos que el mismo Rousseau hace siglos nos advirtió en su Contrato Social que el ser humano nace libre pero en todos lados está encadenado.
En Los guardianes de la libertad, Noam Chomsky y Edward S. Herman develaron el uso operacional de los mecanismos de todo un modelo de propaganda al servicio del interés nacional – de EEUU. – y la dominación imperial. Examinaron la estructura de los medios (la riqueza del propietario) y cómo se relacionan con otros sistemas de poder y de autoridad. Por ejemplo, el gobierno (que les da publicidad, fuente principal de ingresos), las corporaciones empresariales, las universidades, etc.
Para Chomsky, la tarea de los medios privados que responden a los intereses de sus propietarios, consiste en crear un público pasivo y obediente, no un participante en la toma de decisiones. Se trata de crear una comunidad atomizada y aislada, de forma que no pueda organizarse y ejercer sus potencialidades para convertirse en una fuerza poderosa e independiente que pueda hacer saltar por los aires todo el tinglado de la concentración del poder. Solo que para que el mecanismo funcione es necesaria, también, la domesticación de los medios; su adoctrinamiento. Es decir, generar una mentalidad de manada. Hacer que los periodistas y columnistas huyan de todo imperativo ético y caigan en las redes de la propaganda o el doble pensar. Es decir, que se crean su propio cuento y lo justifiquen por autocomplacencia, pragmatismo puro, individualismo exacerbado o regodeo nihilista. Y que, disciplinados, escudados en la “razón de Estado” o el “deber patriótico”, asuman – por intereses de clase o por conservar su estabilidad laboral – la ideología del patriotismo y conservadurismo reaccionarios. En definitiva, el miedo a manifestar el desacuerdo termina trastocando la prudencia en asimilación, sumisión y cobardía. La meta del modelo socio-económico-cultural es: se debe pensar en una sola dirección, la presentada por el sistema de dominación capitalista. Y si para garantizar el consentimiento es necesario aplicar las herramientas de la guerra psicológica para el control de las masas; como por ejemplo: azuzar el miedo, campañas del terror electorales, fomentar la sumisión y generar un pánico paralizante, los vigilantes del sistema entran en operación bajo el paraguas de lo políticamente correcto, amparados por todo un sistema de dádivas y premios que brindan un poco de confort y poder acomodaticio.
El monopolio cultural que devino de las políticas de una democracia neoliberal no es más que una reencarnación del monopolio cultural fascista, fortalecido a través de lógicas sociales que encontraron la manera de velar las debilidades ideológicas que impidieron el dominio completo de los monopolios culturales que operaban como parte de aquellos fascismos. Horkheimer y Adorno fueron cuidadosos en recordar que el juicio de la élite intelectual de su tiempo, que pintaba a la industria cultural como una barbarie estadounidense resultado del retraso cultural de la conciencia norteamericana, era una ilusión. “Era, más bien, la Europa prefascista la que se había quedado por detrás de la tendencia hacia el monopolio cultural. Pero precisamente gracias a este atraso conservaba el espíritu un resto de autonomía”. Si a principios del siglo pasado las vanguardias obstaculizaron la tendencia hacia la consolidación del monopolio, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial Horkheimer y Adorno percibían como perdida dicha batalla. Sin embargo, el duopolio ideológico que configuró el orden mundial de la posguerra resultó ser también una fuerte resistencia ante el avance del monopolio cultural. No fue hasta la caída del Muro cuando se declaró victorioso un modo de ser sobre el otro, para erigirse como único y permitir con ello el proceso de consolidación del monopolio.
Entre los incontables factores que posibilitaron poner en marcha de nuevo el avance de un monopolio cultural encontramos: la democracia moderna en 1989, y el neoliberalismo como ideología de dicha democracia. Entre estos sucesos existe una relación simbiótica, es decir, la realidad de la democracia moderna, alejada por completo tanto de su conceptualización antigua como ilustrada, no refiere a una forma de gobierno, sino al suplemento que legitima a los Estados oligárquicos contemporáneos (todos los Estados contemporáneos que se dicen democráticos). La retórica que se construye para explicar el porqué de una victoria de Occidente sobre el bloque socialista (y no viceversa) se apoyó de modo rotundo en el despliegue práctico, muy específico, del concepto de “libertad absoluta”, donde el triunfo de las democracias sobre los totalitarismos no fue la consecuencia de un Estado que aseguraba la libertad del individuo como libertad para participar en la cosa pública, sino de un Estado que garantizaba la libertad como libertad individual, la cual en la práctica se tradujo en el derecho del individuo a quedar libre de toda intervención del Estado. Si el capitalismo es la lógica económica propia de una democracia moderna, el neoliberalismo encuentra, en el concepto de libertad individual que manejan dichas democracias, correlación y sustento de la lógica no-intervencionista que lo fundamenta. Una libertad definida por Karl Polanyi como “libertad para explotar a los iguales; para obtener ganancias desmesuradas sin prestar un servicio conmensurable a la comunidad; libertad de impedir que las innovaciones tecnológicas sean utilizadas con una finalidad pública, o la libertad para beneficiarse de calamidades públicas tramadas en secreto para obtener una ventaja privada”.
El proceso por el cual el neoliberalismo – de la mano del concepto de democracia y libertad – se convierte en la ideología monopólica de las décadas de 1980 y 1990 no es otra cosa que lo que David Harvey, apoyándose en Gramsci, llama una construcción de consentimiento, es decir, la elaboración de un “sentido común” entendido como un “sentido poseído en común” que surge de un consenso mayoritario; en este caso, un consenso sobre la validez de la libertad absoluta individual, construido por necesidad sobre un envilecimiento de la noción de “lo común”.
Harvey enfatiza que el sentido común, que dio legitimidad a la implementación de políticas neoliberales, de ninguna manera debe entenderse como un “buen juicio”, cuya construcción se logra “a partir de la implicación crítica con las cuestiones de actualidad”. Al contrario, en la constitución del sentido común pueden desempeñar una parte las creencias y los miedos, así como los prejuicios y valores culturales y tradicionales, mismos que “pueden ser movilizados para enmascarar otras realidades”.
En nuestro país el mantra mental y cultural, que ha sufrido algunas fisuras durante los últimos quince años, dicta lo siguiente:
– El ser humano busca su bienestar personal, es esencialmente racional e individualista y responde a estímulos materiales, especialmente económicos.
– El bienestar social es la suma de los bienestares individuales, siempre que no se perjudiquen los derechos de los demás. La competencia permite aumentar el bienestar personal y, por ende, el social; por lo tanto, es un elemento esencial para el progreso.
– Los mercados operan con eficiencia y rapidez, si no se les colocan trabas y logran una asignación óptima de los recursos actuales y futuros; hay que dejarlos actuar con libertad. Incluso los monopolios naturales no deben ser intervenidos, pues las ganancias excesivas atraen a otros empresarios a actuar. Si existen externalidades, se resuelven por negociaciones individuales, sin que intervenga la autoridad.
– Los mercados de factores productivos deben actuar con el mínimo de trabas estatales. La movilidad de los trabajadores entre las empresas hace innecesaria la existencia de sindicatos por su poder monopólico. Tampoco deben existir interferencias en los mercados financieros. Debe haber apertura al exterior tanto en el comercio de bienes y servicios como en los capitales. La libertad de precios es el mecanismo central para asignar los recursos.
– Los empresarios son actores claves de la sociedad, pues determinan las iniciativas y el emprendimiento, incentivados por las utilidades. Además, generan el ahorro que posibilita el crecimiento económico y el progreso. Por lo tanto, deben trabajar con plena libertad, garantizando los derechos de propiedad. Las prestaciones sociales como la educación, la salud, la vivienda y las pensiones pueden ser entregadas por privados actuando como empresas, aunque las financie el Estado.
– Las funciones del Estado en una sociedad con mercados eficientes y sin externalidades se reducen a aspectos específicos: las tareas tradicionales del liberalismo, como son la defensa nacional, las relaciones exteriores y la administración de justicia. Además, por su naturaleza, se considera que el Estado es ineficiente, pues a diferencia del empresario privado no maximiza utilidades.
Estos son las elementos centrales de la ideología neoliberal que lamentablemente a nivel mundial se convirtieron en dogmas a raíz de la acriticidad y, en definitiva, de no mediar el año 2019 para nuestro país, continuarían siendo un incuestionable credo hasta para los más desposeídos que toman como normal la subyugación que padecen por parte de los más poderosos.
{ Pressenza – Agencia Internacional de Noticias }
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