| “Untitled”/Damien Hirst |
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Animus decrepitus
por Eduardo Sanguinetti
En su cuarto viaje por regiones ignoradas el capitán Lemuel Gulliver llega accidentalmente al país de los houyhnhnms, en el que vive también la raza execrable de los yahoos.
Estos seres de naturaleza humana, son astutos, malvados, traicioneros y vengativos, además, tienen un ánimo cobarde y esa característica los convierte en “insolentes, abyectos y crueles”.
Esta célebre descripción escrita por Jonathan Swift hacia la segunda década del siglo XVIII, anticipa en tres siglos, el perfil del pro-hombre daimón del tercer milenio, tan pleno en su desidia hacia todo lo que significa la vida en relación y al amor en todas su vertientes.
No se trata de una mera coincidencia, pues Swift reacciona con visión anticipada contra todo lo que huele a la tortura oportunista liberal, en un mundo en que los valores humanistas con áurea se han diluido.
No existe en este misántropo atisbos de confirmar un futuro promisorio al género humano, ni siquiera deja un mensaje optimista acerca de lo que presiente: una hecatombe escatológica sin remisiones ni alternativas posibles.
Con ángeles exterminadores que sobrevuelan la desconexión de la transmisión sin drones portadores del sentido ausente.
Los yahoos acechan en misión de procesar el mensaje remasterizado, cual símbolo satánico de una grabación ya existente de lo que nunca ha acontecido.
El daimón es el ángel caído, el mensajero que ha dejado de transmitir, ha interrumpido la transmisión, la misión, para erigirse en mensaje de sí mismo. Para el daimón, “el medio es el mensaje” (McLuhan).
Es la rebelión del medio, su emancipación y su caída. En cuanto a la libertad de expresión, tan proclamada, pronto terminará bajo todas sus formas.
Ese mensajero que sólo habla en nombre de sí mismo y nada más, o de nada más como de sí mismo: el Mensajero de la Nada y de sus misterios jamás revelados, por pudor o simplemente por sadismo.
El medio es el mensaje y el lenguaje es metalenguaje, mandatos que responden al mandato del apostolado y expansión por la superficie terrestre que el metalenguaje que se lanza a sí mismo. Y si en este principio, el mensaje es el medio, en su descenso arrastrará consigo el sentido mismo.
El metalenguaje será un espasmo final del sentido, pero también su gloria, su eternidad en el instante, su más exacta expresión. Y vivir bajo el signo de la comunicación fraguada en usinas del sentido ausente, dependerá de una sumisión absoluta a unas disposiciones rigurosas que no serán posible de transgredir.
En el relato diferido del metalenguaje, como podemos apreciarlo en toda su magnificencia en el discurso de la política, tan devaluado en su “animus decrepitus”, ni siquiera admite que se plantee el problema de la libertad.
Se manifiesta la violencia que subyace al sentido. Encontrar el sentido era justamente el desafío del enigma, cual metalenguaje que inhibe. Si la diferencia entre nuestras ficcionalizadas democracias procedimentales y los sistemas totalitarios fueran tan flagrantes, hace mucho tiempo que nuestro paraíso había absorbido su infierno.
Eso sí, convencidos los pueblos, en su justo derecho de marchar al abismo, de permanecer anestesiados, bajo permanente control, disciplinados y con el sentido original perdido.
Pero con todas las ventajas simbólicas y beneficios clandestinos, de que aquí en este paraíso artificial, se encuentran desposeídos de cualquier posibilidad de resistencia; pues los signos de la “felicidad” y de la libertad ya no sirven, ni a corto ni a largo plazo, de ninguna ayuda.
Las tradiciones enfatizan la violencia del lenguaje, la griega exige una solución en el dominio del lenguaje, y la hebraica exige una solución en el dominio de la vida. En cualquier caso, en ambas el sin sentido es un mito del sentido.
La teoría teológica del lenguaje, que ya Adorno y Horkheimer criticaban en Benjamin, cree en un contenido objetivo, que sería, además el objetivo de la crítica, en tanto búsqueda de sus vestigios, investigación.
Un contenido objetivo que – igual que la estética medieval – proviene directamente de dios, o de su astucia panteísta: el “objetil”. Sólo la paradoja puede terminar con las ortodoxias, tan demoníacas a la hora de intentar revolucionar, contra la condenación de la miseria, material y espiritual de la especie.
Sólo la ironía puede terminar con el sueño del paraíso perdido, de la “lucha encantada”, la candidez de creer en un futuro para todos… creerse representantes de los valores más profundos de la historia.
Desde la aparición del psicoanálisis, el sentido ya no pertenece sólo a la consciencia, sino a la inconsciencia, pero: ¿a qué pertenece el sin sentido?, ¿tiene sentido un virus?, no es el sin sentido ese espejismo que la ficción del sentido necesita para legitimar su persistencia?
El animal no tiene otro sentido que su vida. Y la ficción del sentido proviene del modelo mecánico del lenguaje, de la suposición de un “para” metafísico, externo al propio organismo (uso, significado).
Resulta dramático que los pretenciosos apologistas del sin sentido, pretendan representar a pueblos plenos de esperanzas diluidas, por simple tradición orgiástica, no por decreto moral de la Razón.
En esta arbitrariedad criminal de estos enviados por “nadie”, apelando a valores morales, encuentran la inmoralidad de gobernar. Hipocresía tradicional, aspirando a la moral, siendo básicamente inmoral, plenos de aires de cinismo y arbitrariedad, ante el sacro silencio de una comunidad inmune a los atropellos cotidianos a los que son expuestos.
Existirían pues dos posibles cualidades distintas para esa clausura del sentido:
– La falta de necesidad de un sentido.
– La necesidad de un sentido que no existe.
Existe también, una posible inteligibilidad que no necesita recurrir al sentido, que equivaldría a una mirada y una retirada activa. No tanto un ejercicio de “verdad de mentira”, cuándo más de cierta “mentira de verdad”.
Derrida lo llamaría deconstrucción, y sería algo diferente al demonismo (mejor ejemplificado en las academias deconstructivas). Desde ella, la muerte del sentido no conmueve, ni conduele. Ni tampoco el florecimiento esplendoroso de cenotafios y sepelios, en una auténtica primavera de la muerte eterna.
{ Agencia NOVA }
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