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Una esfera pública ¿fallida?
A pesar de la polarización y del aparente guerracivilismo que estalla en las redes y que de vez en cuando se representa en las tertulias de televisión, en la política española no sucede nada
por Emmanuel Rodríguez
La gran conquista del 15M es todavía un objeto que requiere de análisis. Este objeto es extraño y a la vez ubicuo. Lo comparten quienes simpatizaron, o incluso participaron, en el 15M, y también todos aquellos que sintieron la mayor de las aversiones por aquel grupo de jóvenes, irresponsables, sin oficio y ya talluditos, que parecían querer mover la silla de sus mayores. Como se podrá adivinar, este objeto no es Podemos (convertido ya en la enésima versión de la izquierda institucional), ni tampoco la serie de cuestionamientos sociales a los que normalmente se asocia la crisis política: el del régimen del 78, la monarquía o la generación de la Transición.
Ese objeto es una esfera pública que funciona como tal esfera pública: esto es, como un espacio mínimamente abierto a la producción de opinión, con una pluralidad suficiente de emisores (que desbordan los oligopolios de la comunicación) y en el que se produce un intercambio continuo de ideas. Este espacio es una novedad en la política española. No existía antes del 15M, donde la opinión pública era sistemáticamente producida por un puñado de grupos de prensa y los aparatos de Estado (gobiernos autonómicos incluidos). Y desde luego nada garantiza que vaya a seguir existiendo. De hecho, es la fragilidad de esta esfera pública (lo que podríamos llamar su rotación en el vacío) lo que aquí se analiza.
La caricatura costumbrista es seguramente el género chico de mayor popularidad en este país. Si se consideran las series más vistas, o el cine de mayor éxito, encontrarán buenos ejemplos. En estos aparecerán sin duda arquetipos comunes, convertidos en sombras y espantajos de actitudes sociales: el pijo (la pija), el cani (la choni), la figura de autoridad (un alcalde o un profesor) que, tras el disfraz de responsabilidad, esconde en realidad un golfo de manual, la pareja perfecta (también a veces gay) que apenas se soporta, etc. La esfera pública que hoy se desarrolla en las redes sociales se parece, cada vez más y de una forma siempre más excesiva, a este costumbrismo de personajes estereotipados y hechos de paja y tela, antes que de carne y hueso. Quizás por eso “enganche”.
Lo que sigue es un pequeño recuento de la tipología de estas caricaturas ideológicas, que tienen su precondición técnica y su principal medio de expresión en las redes sociales (facebook, Twitter y, en mucha menor medida, Instagram y Tik Tok). Se trata de los personajes principales en torno a los cuales se produce la “temible” polarización política del país, y que monopolizan esos nichos ideológicos cada vez más reducidos, pobres y menos inteligentes, que tienden a minar la condición de posibilidad de toda esfera pública.
Comenzamos por el más deseado: el progre (la progre). Lo “progre” es un concepto impreciso. Diminutivo de “progresista”. Se acuñó en el tardofranquismo para designar a aquellos que iban en la dirección de la historia: libertad de costumbres, modernización, democracia, Europa, izquierda. Sin embargo, en los años del “enriqueceos” de Solchaga y de la belle époque socialista (esto es, en los años de la desindustrialización y la heroína) el progre fue convertido en el arquetipo de la hipocresía ideológica y social.
El progre actual es distinto del progre de los setenta y de los ochenta, en tanto su actitud ante el mundo ya no se puede ajustar a una idea de progreso. El progre actual comparte, no obstante, con aquellos su inclinación por la izquierda, y también su propia incoherencia. La más conocida de las condiciones del progre actual es su “corrección” política y moral. El progre camina del lado del bien, forma parte de la comunidad de los justos. Su actitud es así consecuente: vive y se expresa en la indignación por todo (a veces justificadamente) o por nada (pues lo que importa es ante todo ser parte en la acusación). Acusador, correcto y moralmente irrebatible, el progre se ha convertido invariablemente en una figura petarda y simple, tendente al escándalo y a la acusación fortuita. Aunque este sea todavía su tiempo, es la figura más odiada (y más deseada) de la nueva esfera pública. Su “militancia” no pasa, sin embargo, del simple postureo. Su posición política ni agarra ni se apoya en nada que vaya más allá de sus ideas… “progresistas”, naturalmente.
La némesis del progre es el facha. Como en un espejo, el facha odia al progre. Lo ataca como la encarnación de todo lo que detesta. Pero también lo envidia. Su modo de expresión es, por eso, de puro resentimiento. Al facha le han robado el país (España o Catalunya, igual da), las viejas costumbres, la moralidad, la familia, la religión y no se sabe cuántas cosas más. El facha es también hombre o mujer de bien. Es por eso buenista hasta la médula (bonhomía sería mejor palabra), pero con una solidaridad reducida a los que son como él: los nacionales (españoles o catalanes), la gente de bien, las personas de orden, etc.
En las redes verán vagar a los fachas de un sitio a otro, recalando recurrentemente en sus medios nicho: con sus denuncias, sus críticas y su anhelo de un mundo perdido, en los que ellos todavía eran alguien. Son las almas en pena de esta esfera pública, almas heridas y realmente podridas. Quizás la peor condena del facha es que en su propia expresión reactiva y resentida, cae en las mismas hipocresías con las que acusa al progre. Ningún facha ajusta jamás su vida al rigor moral tradicional, laboral y religioso que pretende. Por eso, en la parte más cínica del facherío, está paradójicamente también el mejor sentido del humor de la red, y quizás la única posición propiamente contracultural de esta esfera pública.
En el mismo juego de oposiciones que articulan las posiciones políticas en la red se sitúa el izquierdista. A veces confundido con el progre, su genealogía es distinta. Ha asumido (de hecho, ha producido) la crítica al progre. Sabe de su hipocresía y no quiere caer en sus incoherencias. Pero la esfera pública post-15M no es lo suyo. Para reinventarse requiere de su propia némesis. Y aquí se le presentan dos candidatos posibles. O bien apunta al facha, y hace lo que ni siquiera se le ocurre al progre, se lo toma en serio; o bien apunta contra el progre, y se hace medio facha. En el primer caso, el izquierdista vive angustiado: el mundo degenera en el autoritarismo, ahora más que nunca antes, y mañana más que hoy. Observa con inquietud el rumor creciente de la marcha de la soldadesca neonazi, golpes de Estado en ciernes, una ola de creciente violencia. Su time line en redes es por eso una continua advertencia sobre amenazas presentes, a veces (todo hay que decirlo) también reales. En el segundo caso, se convierte en rojipardo, o en la “izquierda auténtica”. Para el izquierdista facha, el progre lo ha pervertido todo, con su hipocresía, con su poner delante el cosmopolitismo y la “diversidad” frente a los intereses auténticos de una clase obrera imaginaria, con la cual por otra parte no tiene contacto y a la cual no quiere pertenecer (¡para eso ha estudiado, para eso escribe y ha adquirido rango de influencer!). El rojipardo es una figura todavía en formación, pero igualmente banal y vacía.
Otro caso es el del liberal. En nuestro vodevil, el liberal cumple seguramente el papel del imbécil con ínfulas. El liberal va de listo. Es una figura disponible para todo pretencioso de inteligencia que no simpatice con la izquierda. El liberal sabe de los vacíos del facha. Se compadece del mismo, de su cretinismo y de su escasa cultura. Pero no pierde el tiempo con él, sabe que es una minoría resentida y perdida. Su gran adversario es, por eso, el progre. El liberal es liberal porque tiende a naturalizar los designios inescrutables de la economía (liberal), esto es, porque justifica el orden económico existente como orden natural, aun cuando muchas veces sea un abonado al presupuesto público y a la economía “improductiva”. Busquen entre jubiletas de pasta, rentistas, funcionarios y políticos, la mayoría son liberales.
Con el progre, el liberal comparte cosmopolitismo y cultura, pero considera (seguramente con razón) que todo en él es impostura. Al progre lo fustiga, le busca las contradicciones, lo ataca sin piedad. Sobre todo, cuando considera que está en posiciones de poder, y lo convierte en el monstruo de todas las degeneraciones morales (¡ojo!, esta es la época dorada del liberal “consciente” enfrentado a un gobierno declaradamente progre). La actitud del liberal es la del ilustrado en la eterna sospecha y que se sirve siempre de una inteligencia superior. Sin embargo, su pretensión no va más allá: está básicamente ensimismada en la afirmación y triunfo de sí mismo sobre la tontuna generalizada. El liberal en la red tiene el mismo protagonismo que el del cocainómano sin contención en una fiesta. En el fondo, ni cree en nada, ni le importa nada. Sencillamente se la suda todo lo que no sea yo, Yo, YO.
Del liberal se podría decir así que es el idiota de la familia, en sentido lato (idiōtēs, el individuo privado). Pero es también la figura más representativa de la nueva esfera pública, aquel donde de forma más descarnada se observa que nada de lo que ocurra, ni en política ni en cultura, verdaderamente importa. El liberal sabe que lo fundamental es la mera exhibición de uno mismo, y que los principios morales y políticos son meras herramientas del narcisismo herido. Entre Stirner y Nietzsche andaría el juego. Seguro que conocen a más de uno.
Progres, liberales, fachas, izquierdistas, y una colección seguramente más matizada de tipos y personajes pueblan hoy esta, nuestra esfera pública. Lo que tienen en común es que todos tienen ideas y solo ideas. De esta esfera pública, hecha casi de forma unánime por dos o tres generaciones de una clase media en descomposición, se está tentado a decir lo mismo que decía ese reaccionario católico y cabrón llamado Donoso Cortes: se trata de una “clase discutidora”, incapaz de tomar una decisión que implique una acción. Por eso, a pesar de la polarización y del aparente “guerracivilismo” que estalla en las redes y que de cuando en cuando se representa en las tertulias de televisión, en la política española no sucede nada y no sucederá realmente nada.
Sin duda las redes han posibilitado un espacio de comunicación nuevo y la emergencia de esta esfera pública que todos habitamos. Pero si nos tomamos en serio que la política es ante todo una relación de fuerzas, y no de ideas, identidades y posiciones políticas, haríamos bien en dedicar al menos la mitad de las energías que empleamos en las redes sociales (que cada vez se parecen más a un pudridero de las inteligencias) en organizar instituciones reales, con relaciones cara a cara y sobre todo que sirvan de algo. Para empezar por algo, lo mismo que hace cien años: ateneos, sindicatos y cooperativas. O se si quiere en una traducción más actual: centros sociales, pahs, colectivos de apoyo mutuo y en general cualquier cosa que sea colectiva y no vaya del reconocimiento de uno mismo.
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