De la condición de animales sociales


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La Peste Imaginaria

por Luis Britto García

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“Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con pestilencia, y con las fieras de la tierra” (Apocalipsis, 6:8). Así describe el Apóstol Juan nuestro destino: el Dios de la Misericordia nos arrojará los jinetes de la Muerte, la Guerra, el Hambre y la Peste.

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La peste devasta la Italia medieval. Nadie sabe de gérmenes, virus o higiene, por lo cual culpabilizan a Dios o al Demonio, vale decir, a sí mismos. Diez privilegiados se encierra en un castillo esperando que sus fosos y murallas detengan el contagio. Son jóvenes, bellos e inteligentes. Para pasar el tiempo, en lugar de hacer penitencia comen, beben, fornican y cuentan historias de fornicaciones. Es el artificio literario que permite a Bocaccio unir en un volumen las historias licenciosas de su Decamerón (1353). La muerte exacerba el deseo de vivir. El desenfreno es antítesis de la tumba.

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La historia del convite al cual llega sin invitación la muerte, o del temor de la muerte que se distrae con depravación recurrirá desde entonces en los grandes fastos de lo imaginario. La invocan el Marqués de Sade en Las 120 noches de Sodoma y Gomorra (1785), Edgar Allan Poe en “La máscara de la Muerte Roja” (1842), Marco Ferreri en su film La gran comilona (1973), Werner Herzog en su magistral remake del Nosferatu de Murnau (1979), con banquetes orgiásticos en plena calle, gran parte de cuyos comensales son ya cadáveres. Hoy comamos y bebamos, y cantemos y bailemos, que mañana ayunaremos, predica Juan de la Encina.

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La peste barre Milán. Alessandro Manzoni la describe en el más dramático capítulo de su novela I promesi sposi (1827), donde olvida transitoriamente la ingenua trama de los novios separados por el acoso sexual de un aristócrata. Así como la muerte engendra ceremonias, la peste genera rituales. Se multiplican misas y tedeums. Funcionarios lúgubres marcan las casas de los empestados, carretas chirriantes llevan cadáveres como fardos de mercancías. Los milaneses saben o imaginan que el morbo es propagado por untatori, seres malignos que deambulan con cucuruchos de polvo pestífero para untarlo a sus víctimas. Se organiza la cacería, inocentes son linchados porque alguien imagina que portaban recipientes con morbo de la plaga. El asesinato es un contagio. Todos huyen de todos. La peste es la desconfianza.

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Vienen armados, montados, acorazados, dudando si podrán rendir a la invencible ciudad que los derrotó en Noche Triste memorable. Las huestes de Hernán Cortés no pueden creer lo que ven: avanzan por Tenochtitlan pisando alfombras de cuerpos de aztecas agonizantes o muertos por la viruela, el siniestro regalo que traen los invasores del Viejo Mundo. Es lo que narra Bernal Díaz del Castillo, un soldado del común, en su Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España (1632). Los investigadores precisarán luego que cerca de cincuenta millones de pobladores originarios de América mueren en un siglo abatidos por pandemias traídas de Europa. La Conquista es la Peste.

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La peste arrasa el mundo y apenas queda un sobreviviente o un puñado de ellos que al mismo tiempo busca y teme la compañía de otros humanos. Es el reiterativo tema de El último hombre (1823), de Mary Shelley, la creadora de ese otro gran solitario, el monstruo de Frankenstein. Es la anécdota de La peste escarlata, de Jack London (1912), de La Tierra permanece, de George R. Stewart (1949), de Some will not die, de Algis Brudrys (1958), de incontables historias de ciencia ficción. En Le rire jaune, de Mac Orlan (1914), una pandemia de carcajadas literalmente mata a la humanidad de risa. Se busca al prójimo sólo para huir de él o matarlo. La peste es metáfora de nuestra desolada condición de animales sociales. La cuarentena simboliza la soledad del camposanto de la ciudad. La peste es el otro.

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En la novela de Tomas Mann La muerte en Venecia (1912) el escritor Gustav von Aschenbach ha perdido juventud e inspiración. Busca alivio de su melancolía en Venecia, ciudad depresiva por excelencia, a la cual añaden un toque fúnebre los rumores sobre una epidemia de cólera que las autoridades niegan. Bien podría Aschenbach huir de la inundada ciudadela con sus góndolas que parecen barcas de Caronte. Lo detiene la devoción por Tadzio, adolescente a quien admira desde lejos porque en él cree reencontrar lo que ha perdido: la juventud, la inspiración, el deseo de vivir. Aschenbach muere del cólera mientras mira jugar en la playa al adolescente que es todo lo que él ya no es. También en El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, los amantes que se unen tardíamente izan la bandera amarilla de la peste en el barco de ruedas de paletas para no ser molestados mientras remontan el río Magdalena o la Estigia. El amor es la peste, entrañablemente vinculada a la muerte, a la inspiración, a la fugacidad de la juventud.

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La plaga barre Orán. Se abren campos de concentración para recluir contagiados. Con aséptica monotonía describe Albert Camus en su novela La Peste (1947) el auge y decadencia del morbo, para llegar a la anodina conclusión de que “el mal existe”. La versión fílmica dirigída por Luis Puenzo, con William Hurt en el papel del médico (1992), sitúa los campos de concentración en estadios deportivos, transparente alusión a las prisiones masivas de la dictadura chilena. Las autoridades no reconocen el fin de la peste porque ello extinguiría sus poderes extraordinarios. La enfermedad es tratada como disidencia política o viceversa. La dictadura es la peste.

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Igual tema desarrollan la novela gráfica V de Venganza, de David Lloyd y Alan Moore (1988) y el film homónimo de James McTorgue (2008). Surge una peste en Gran Bretaña, que las autoridades invocan como pretexto para asumir poderes dictatoriales perpetuos. Una víctima deforme de sus experimentos biológicos, que usa la máscara del regicida Guy Fawkes, acaba con la pestocracia volando el edificio del Parlamento. Un argumento paralelo desarrollan la novela gráfica Ultra Violet y la película de igual nombre (2006), dirigida por Kurt Wimmer y protagonizada por Mila Jovovich. Un morbo provocado arrasa parte de la humanidad. El monopolio de los virus contaminantes y de las medicinas sustenta una dictadura terapéutica, que la heroína destruye en duelos de coreográfica perfección con todas las armas imaginables. La peste justifica poderes injustificados. El remedio es la peste.

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Los astronautas arriban a un desolado planeta de arenas rojizas, con ciudades ajedrezadas que destruyen a tiros y apacibles canales a los cuales arrojan basura. La fracasada expedición anterior ha llevado la varicela, contra la cual los marcianos no tienen inmunidad, y los ha exterminado. Para que el planeta vuelva a tener habitantes, es necesario que uno de los invasores abalee a sus colegas y se convierta en marciano. Tal es la historia que narra Ray Bradbury en sus Crónicas marcianas (1951). Somos la peste, esperando encontrar al más débil para destruirlo.

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El hombre, que progresivamente usurpa las funciones de Dios, le arrebata también la de desatar la peste. En La conquete de Londres (1919) el biólogo Scrull aísla el bacilo de la muerte. El alzamiento revolucionario a favor de una ley de control de los monopolios incendia el Parlamento y accidentalmente libera el morbo. La oligarquía destruye Londres con cohetes radioactivos. La peste es la Revolución. En L’offensive des microbes, de Motus (1923), el profesor alemán Von Bruck confecciona una mezcla de agentes patógenos arrojada por aeroplanos sobre Francia, Bélgica e Inglaterra. Cuando el antídoto de Von Bruck se revela ineficaz, desaparece la humanidad entera. No hizo falta la novela de Michael Crichton The Andromeda Strain (1969) para que supiéramos que las grandes potencias desarrollan laberínticos laboratorios donde con el pretexto de defender la vida se estudian las estrategias de propagación de la muerte, sin reparar que un virus puede ser más autónomo, caprichoso y devastador que un arma atómica. En dicha novela no sólo se predice la aparición de un patógeno indominable: se anticipa el desarrollo de un “universal antibiotic” que, al igual que lo hará el SIDA una década después, suprime totalmente la inmunidad. En la peste no hay vencidos ni vencedores.

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Aterradores rasgos comparte la peste imaginaria con la real. Cosmopolita, no respeta fronteras ni aduanas. Urbana, prefiere las ciudades, moradas del pecado. Igualitaria, no distingue entre hombres y mujeres, niños o viejos, ricos o pobres, sabios o ignorantes, culturas y credos. Al mismo tiempo destruye el cuerpo individual y el social. La sanación del uno es imposible sin la del otro.

{ luisbrittogarcia }

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