Mi buen apóstol

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Cinismo, Lacan y plus de goce

por Sergio Zabalza *

Estamos viviendo un atropello a las instituciones y a la libertad de expresión inéditos desde el retorno de la democracia. Esto acontece junto a una transferencia de recursos a los sectores más concentrados de la economía, despidos y represión. Medidas tomadas por un núcleo político que llegó al gobierno con un discurso de tono evangélico, la promesa de hacer honor a la República y terminar con la pobreza. Para este escenario, no existe adjetivo más aplicable que el cinismo. Según el diccionario, se trata de “actitud de la persona que miente con descaro y defiende o practica de forma descarada, impúdica y deshonesta algo que merece general desaprobación”. El cinismo es el signo de la perversión generalizada que propone el capitalismo salvaje a nivel global, una miseria que por vaciar a la palabra de todo peso y contenido compromete a la práctica psicoanalítica. El cinismo enferma, socava la capacidad referencial del lenguaje, por lo que el interlocutor comienza por quedar descolocado para terminar descreyendo de sí mismo. No se trata de la ironía propia de la mayéutica socrática que propicia la novedad y quiebra los estereotipos, sino de la maniobra que sustrae al interlocutor su capacidad de discernir. Al consultorio suelen llegar muchas personas atormentadas por este ejercicio de poder enloquecedor. El cinismo corrompe el lenguaje, que es la trama del lazo social.

Lacan encontró en El capital la mejor ilustración de esta perspectiva. En su seminario cita un pasaje del capítulo “Producción de la plusvalía absoluta”1 donde Marx introduce dicha cuestión mediante un relato “en que deja la palabra al interesado, es decir, al capitalista. Le deja justificar su posición por lo que es el tema en ese momento, a saber, el servicio que le da al hombre que solo tiene para su trabajo un instrumento rudimentario, su garlopa (cepillo), por el hecho, de poner a su disposición el torno y la fresadora, gracias a lo cual el otro podrá hacer maravillas, intercambio de buenos e incluso leales servicios. Marx concede todo el tiempo para que esta defensa, que no parece más que el discurso más honesto, se explaye, y entonces señala que este personaje fantasmal con el que se enfrenta, el capitalista, ríe”2. Según Lacan, este exceso que irrumpe en la risa del capitalista constituye la esencia de la plusvalía, afirmación tras la cual le lee a su auditorio la respuesta que Marx profiere a su imaginario interlocutor:

“Sigue hablando, mi buen apóstol – dice Marx al capitalista –. Préstale el servicio, según entiendes, de poner a disposición del trabajador los recursos que posees. Pero el trabajo que le pagarás por lo que él fabrique con el torno y la fresadora, no se lo pagarás más caro que lo que él hacía con la garlopa. Mediante su garlopa, él se aseguraba su subsistencia.”

El esfuerzo del ser hablante está signado por un exceso de valor, un remanente más allá de las necesidades inmediatas del día o, incluso, del ciclo vital que le corresponde al individuo de la especie. De acuerdo a quién se apropia de este plus será la suerte del sujeto. Es aquí donde trabajo, símbolo y lenguaje confluyen para denotar esta particularidad en torno a la cual se suscita el drama humano. En efecto, al igual que la cínica risa del capitalista, las instancias más crueles del aparato psíquico suelen apropiarse de esa satisfacción, de ese plus de goce. Así, el mandato ético que orienta la práctica del psicoanálisis no puede estar ajeno al vaciamiento que un régimen autoritario pretende imponer sobre la palabra.

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1 Jacques Lacan, El Seminario: Libro 16, “De un Otro al Otro”, Buenos Aires, Paidós, 2008, p. 58. Lacan precisa que se trata del “primer capítulo de la tercera parte de El capital, ‘Producción de la plusvalía absoluta’, el capítulo V sobre el trabajo y su valorización”;

2 Jacques Lacan, El Seminario: Libro 16, “De un Otro al otro”, op. cit., pp. 58 y 59.

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