De cómo se comportan entre sí


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Ni domesticados, ni vigilados, ni manipulados

Jaron Lanier, Samanta Schweblin, ante los desafíos de la velocidad tecnológica y las redes sociales

por Emma Rodríguez

Nunca como hasta ahora hemos tenido a nuestro alcance tanta información y puede que nunca hayamos estado tan desinformados, tan confundidos. Puede que hayamos escuchado esto demasiadas veces, pero cada vez lo percibimos con mayor proximidad. Nunca como hasta ahora hemos estado más conectados y, puede que nunca hayamos estado más aislados, más alejados del diálogo sincero, del entendimiento con los otros. En este primer trecho del siglo XXI somos conscientes de la velocidad a la que todo se está transformando: el trabajo, las relaciones, la información, la mirada sobre el mundo. Y también nos acompaña la sensación de no ser capaces de hacer frente a esa velocidad que nos empuja a seguir adelante sin las pausas necesarias para absorber, para interiorizar, para adecuarnos a lo que sucede.

Cuando las grandes empresas tecnológicas andan inmersas en ganar la batalla de la Inteligencia Artificial, seguimos perplejos los ritmos del presente, sin entender del todo qué está ocurriendo, sin propósitos claros, faltos de relatos convincentes del ahora, de la Historia que se está escribiendo, del rumbo de nuestras vidas, unas vidas en las que nuestros yoes virtuales han tomado el poder sin que sepamos muy bien qué movimientos adoptar sobre el tablero. Nos hemos entregado con gusto a las nuevas tecnologías, al mecanismo de Internet y de las redes sociales, al juego de los números. Hemos creado a nuestro alrededor un mundo paralelo de amistades y tal vez de fantasías, pero la mayoría de nosotros no conocemos suficientemente los fondos de ese mundo. Hemos entrado en él por propia voluntad, de forma aparentemente gratuita, como quien emigra a una nación nueva, en origen, a la que ir adaptándose según las reglas y leyes que vayan surgiendo.

¿Dónde están las guías para orientarnos en ese territorio? ¿Cómo es posible que no conozcamos sus resortes? Estas preguntas tienen que ver con nuestra falta de coordenadas y con nuestra perplejidad cuando nos enfrentamos, cada vez más, a noticias como la venta de datos personales de miles de usuarios de plataformas como facebook a empresas privadas, o a como, a través del uso de algoritmos, de “bots” y “fake news” bien dirigidos, es posible encauzar opiniones y conductas, incluso influir en los resultados de un proceso electoral.

Llevamos tiempo utilizando las redes sociales, disfrutando sin duda de la experiencia, pero ya tenemos datos de sobra para saber que nada es como en los comienzos, cuando creímos en las virtudes de la comunicación abierta, en red. Ya no podemos seguir siendo inocentes jugadores. El negocio, la publicidad, ha entrado hace tiempo en nuestro entorno virtual, en nuestros muros, en nuestros hilos de contenidos… Expuestos a prácticas opacas, ante nuevas estrategias y lenguajes, somos demasiados los que aún estamos apabullados, en fase de sorpresa, de shock, incapaces de comprender qué diablos está sucediendo. Los universos planteados por la ciencia-ficción ya no nos suenan tan lejanos. Están cerca, aquí, y empezamos a preguntarnos qué hacer, cómo pertrecharnos convenientemente para movernos en sus fronteras, cómo burlar sus argucias.

Identificar los elementos de un mapa en el que somos piezas fundamentales; conocer la tierra que pisamos, es un saludable primer paso. Si queremos seguir participando, hemos de conocer, aceptar las reglas del juego y actuar en consecuencia. De ahí que sean tan importantes libros como los dos de los que voy a hablaros a continuación: “Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato”, de Jaron Lanier, y “Kentukis” de Samanta Schweblin. He elegido un ensayo y una novela porque, pese a la distancia de los géneros, ambos ponen el foco en lo mismo: la domesticación y la vigilancia a la que la tecnología nos está sometiendo; ambos nos ayudan a hacernos preguntas, a reflexionar y a interpretar los acontecimientos. A los atisbos de lucidez de la ficción, añadimos los argumentos y experiencias sobre el terreno del ensayo. Como nos dice Ursula K. Le Guin la lectura es un medio para adquirir criterio propio, para parar “la corriente incesante, incoherente, confusa y chillona de los medios de comunicación”. Yo añadiría, en este caso, que la lectura nos permite dejar de andar completamente a ciegas en este movedizo y complejo presente que nos hace sentir tan vulnerables, adecuar nuestra brújula interior a las circunstancias.

El consejo de Jaron Lanier: Seamos como los gatos

Gran experto en realidad virtual y nuevas tecnologías, Jaron Lanier, también músico y escritor, conoce muy bien cómo empezó todo en Silicon Valley y cómo se trabaja hoy en el que sin duda es el escenario que simboliza el éxito en el siglo XXI. Su propia experiencia le ha convertido en un azote contra los actuales, perniciosos, manipuladores, modelos de negocio en las plataformas, que han dejado muy atrás lo que nació como una bella aventura, la de la comunicación y colaboración participativa de los usuarios en Internet. En el libro que nos ocupa, “Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato” (Debate), el autor no nos dice que las autopistas de la información sean el problema, ni las redes sociales, ni los avances tecnológicos en Inteligencia Artificial. Nada más lejos de su intención. Aunque algunos puedan calificarla de catastrofista – respuesta muy habitual para aminorar la reacción ante peligrosas tendencias -, estamos frente a una obra que nos alerta sobre el uso que se está haciendo de todo ello, sobre la urgencia de modificar el modelo. Y la manera de hacerlo, de convencer a los responsables de que ese no es el camino, de que es necesario buscar otras direcciones, pasa por pulsar el botón de borrado, de desconexión.

Más que para los entendidos en la materia, que sin duda encontrarán argumentos y datos reveladores y curiosos, esta entrega está dirigida a los no iniciados y os aseguro que su efecto es muy potente, porque actúa como un despertador, nos abre los ojos y nos puede llevar a desaparecer de las redes o por lo menos a planteárnoslo como posibilidad. En cualquier caso, como os decía, de lo que no cabe duda es de que tras su lectura, acabamos conociendo mejor cuál es el entramado y cuál es nuestro lugar en un medio disfrazado de amistad y buenas intenciones; aprendiendo a desenmascarar los intereses y motivaciones de quienes dirigen su rumbo; dispuestos a racionalizar las frecuencias de uso y a mantener una mayor distancia y perspectiva. Empieza y termina el ensayista con el consejo de que observemos a los gatos – esos enigmáticos animales cuyas fotografías tanto inundan las redes -, que nos instruyamos en el arte de ser tan indomables e impredecibles como ellos, de no dejarnos domesticar, de llevar el control de nuestras vidas. “¿Cómo podemos ser autónomos en un mundo en el que nos vigilan constantemente y donde nos espolean en uno u otro sentido unos algoritmos manejados por algunas de las empresas más ricas de la historia, que no tienen otra manera de ganar dinero que consiguiendo que les paguen por modificar nuestros comportamientos? ¿Cómo podemos ser gatos, a pesar de ello?”, se pregunta Lanier.

Después de escándalos como el de Cambridge Analytica, que llevó al fundador de facebook, Mark Zuckerberg, a testificar ante el Congreso de Estados Unidos, mucha gente empezó a eliminar sus perfiles de la red social, pero no es fácil abandonar algo a lo que ya nos hemos acostumbrado, que hemos convertido en herramienta de trabajo, en aliciente para la vida. Jaron Lanier nos invita a reflexionar, a posicionarnos, a saber, y para ello parte de un análisis profundo, aunque nos asegure que no ha hecho más que rascar la cáscara, la superficie. Poco tiempo después de leer este libro, me enteré de que distintos medios internacionales como “New York Times”, “The Guardian” o “Wired” se mostraban muy críticos con la plataforma y explicaban a sus lectores, paso a paso, cómo borrar sus cuentas. El motivo: el conocimiento de que la plataforma seguía lucrándose al compartir datos de sus usuarios con compañías privadas, para que estas pudieran personalizar sus anuncios publicitarios – nosotros somos la mercancía, nuestra privacidad es la moneda de cambio, la quimera de la gratuidad se desvanece -. ¿Estamos ante un cambio de pantalla? ¿Ha comenzado ya la decadencia del imperio Zuckerberg? ¿Somos cada vez más conscientes de la capacidad de las redes sociales para extender el odio, para dirigirnos hacia determinados consumos e ideologías…?

El ensayo del que os estoy hablando nos muestra qué son y cómo funcionan los algoritmos y nos introduce en el lenguaje de los “bots”, los “trolls”, las “fake news”, los ciberanzuelos y tantos otros términos sin los que es imposible comprender nuestro tiempo. El propio Lanier incorpora otro concepto, la máquina de “INCORDIO”, para referirse a aquellos medios tecnológicos que aplican un modelo de negocio que genera imperativos tan perversos como “dirigir el comportamiento de las personas de la manera más sibilina posible”, “buitrear en sus vidas”, “embolsarse dinero por dejar que los peores idiotas engañen disimuladamente a todo el mundo”, “contribuir a crear falsas muchedumbres y una sociedad falsaria”… facebook está en cabeza, así como otras plataformas que comparten propietario con la citada, caso de Instagram o Whatsapp, pero también Google, y en menor medida Twitter, Amazon, Microsoft, Apple… Lo que hace Jaron Lanier en su libro es argumentar de diez maneras distintas, “que lo que de pronto se ha convertido en algo normal – la vigilancia generalizada y la manipulación sutil y constante -, es inmoral, cruel, peligroso e inhumano”.

No voy a dar cuenta de todas las puertas que abre su ensayo (tenéis que leerlo), pero sí me detendré en algunas de las cosas que más han llamado mi atención y que hasta ahora desconocía o no habían llegado hasta mí con la fuerza necesaria. Impacta conocer las opiniones de gente que conoce desde dentro todas los elementos, piezas y mecanismos de un sofisticado sistema que ha modificado el modo en que nos relacionamos. El ensayista reproduce unas declaraciones de Sean Parker, primer presidente de Facebook, en las que se refiere al chute de dopamina en que se han convertido los comentarios de halago o los “me gusta”; al bucle de retroalimentación de validación social, a la explotación de los puntos débiles de la psicología humana. “A saber lo que está haciendo en los cerebros de nuestros hijos”, llegó a declarar. Y hablando de hijos, un dato curioso que aporta Lanier en otro momento: “Muchos de los hijos de gente de Silicon Valley que conozco van a colegios Waldorf que por lo general prohíben los dispositivos electrónicos”.

También recurre el autor a las palabras de Chamath Palihapitiya, exvicepresidente de usuarios de la misma plataforma, quien ha asegurado sentir una enorme culpabilidad y confesado que hace años que dejó de usar esas herramientas. “Ni debate público civilizado ni cooperación: desinformación, afirmaciones engañosas. Y no se trata de un problema estadounidense, no tiene nada que ver con la publicidad rusa. Es un problema global (…) La situación ahora mismo es realmente nefasta. Está erosionando los cimientos de cómo se comportan las personas entre sí”.

¿Desde cuándo empezó a ser tan importante para nosotros tener más o menos amigos virtuales, ser populares en las redes? ¿Cómo es posible que se haya llegado a valorar a las personas, a los personajes públicos, por la cifra de sus seguidores? ¿Por qué uno de los perfiles de éxito actualmente es el del “influencer”? ¿Cómo podemos apreciar más a un “influencer” que a un científico o a un activista que lucha por mejorar la vida de otros o por salvaguardar el medio ambiente? ¿Hasta qué punto hemos decidido que valemos en función de los números, números en muchos casos falsos, comprados? ¿Por qué funcionamos cada vez más en función de las apariencias y no de la búsqueda de autenticidad? Sigo las preguntas que se formula el autor y voy añadiendo otras de mi propia cosecha.

En “Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato” se habla de la adicción y de la presión social. “Las personas son especialmente sensibles al estatus, la opinión y la competición social (…) En las redes, la manipulación de las emociones sociales ha sido la manera más fácil de generar recompensas y castigos…”, vamos leyendo. Por supuesto que se dan efectos positivos: admiración, respeto, camaradería, gratitud, atracción, nos dice Lanier. Pero a su lado están la hostilidad, la envidia, el resentimiento, la ansiedad, el deseo de ridiculizar al otro… Todos hemos experimentado tristeza, frustración, rabia, ante situaciones y comentarios determinados, incluso de gente a la que apreciamos. Todos hemos percibido el vacío que acompaña a una jornada excesiva frente a la pantalla del ordenador. Todos los usuarios de las redes sabemos de gratos encuentros y descubrimientos, pero también de desengaños y de malestar ante agresivos discursos de odio, cada vez más extendidos. Es el juego… Es la vida, podríamos argumentar. Pero lo peligroso es que no se limita a eso. Lo peligroso de esta aventura es que hay gente detrás controlando lo que vemos y lo que no; intentando influir en nuestras ideas y comportamientos, ajustando la información que recibimos en función de quienes les pagan. Es complejo, complicado, pero merece la pena que aprendamos a identificar todo esto para encontrar nuestras propias respuestas y dirigir el rumbo. Si nos sigue compensando seguir dentro (nadie niega la eficiencia y la comodidad que nos proporcionan las redes, las tecnologías de la información, vía aplicaciones y demás), que no sea por estar engañados.

Los escándalos de venta de datos que han salido a la luz, las sospechas, ya constatadas, del manejo de algoritmos para influir en las compras de determinados productos y en las acciones de los votantes en distintos procesos electorales, está llevando a mucha gente a ser consciente de la trama en la que estamos inmersos y ha conseguido que se hayan producido pequeños cambios en compañías como facebook o Twitter, pero no es suficiente, nos dice Jaron Lanier. El modelo tiene que seguir transformándose, mejorando, volviendo a los ideales de los comienzos, y para ello debemos ser nosotros, los usuarios, los que tenemos que decir basta, porque no queremos ser vigilados, ni manipulados, ni domesticados, ni convertidos en piezas de un negocio, en mercancías, sin que nadie nos haya pedido permiso. “Las plataformas Incordio han anunciado con orgullo cómo han experimentado con la posibilidad de hacer que las personas se sientan tristes, alterar la participación electoral y reforzar la fidelidad a tal o cual marca…”, señala el ensayista, insistiendo en que “las personas listas deberían borrar sus cuentas hasta que estén disponibles variedades no tóxicas”.

La pérdida del libre albedrío; el efecto manada frente a la singularidad, la creatividad, el cultivo del criterio propio; el socavamiento de la verdad en pos de una creciente falsedad (amigos falsos, cuentas falsas, publicaciones falsas…); el vaciamiento de contenidos; la infelicidad; la superficialidad… son algunos de los aspectos negativos derivados del uso de las redes sociales que son analizados por el autor. Uno de los grandes aciertos de su entrega es la aportación de experiencias personales, como profesional que conoce el terreno desde dentro y también como usuario. Hay un apartado especialmente interesante en el que Lanier habla del descubrimiento de su troll interior, de la falta de control y la agresividad de la que tampoco él logró librarse. “Controlemos a nuestro troll interior”, nos dice, lanzando la mirada hacia alguien como el actual presidente norteamericano Donald Trump, ejemplo del peor adicto a las redes sociales, ansioso, agresivo, incapaz de controlarse, siempre en busca de salidas de tono, de comentarios altamente ofensivos, canallas, con los que llamar la atención.

¿Quién no se ha enzarzado en alguna discusión acalorada en las redes? ¿Quién no ha callado sus ideas para evitar ser rechazado por un grupo de opinión mayoritario? Jaron Lanier nos dice que “las experiencias en las plataformas Incordio oscilan entre dos extremos: o bien sus usuarios forman una turba virtual de idiotas (opinadores a la manera de Trump, descarados, faltos de escrúpulos, que hacen todo lo que está en su mano para no pasar desapercibidos) o bien todo el mundo es sumamente cuidadoso y artificialmente amable”. Yo añadiría que las redes me permiten acceder a contenidos alternativos, muchas veces ninguneados en los medios tradicionales, y también que me permiten conocer a personas que aportan puntos de vista originales, diferenciados, enriquecedores, que defienden sus convicciones valientemente, plantando cara a las presiones. Las admiro. Como usuaria de las redes reconozco que no siempre expreso todo lo que pienso porque prefiero no gastar mis energías en batallas que no suelen conducir a ninguna parte, y también que más de una vez tengo que realizar verdaderos esfuerzos de contención para no entrar al trapo ante opiniones falsas, malintencionadas. Puede que haya lectores que se sientan señalados, ofendidos con las argumentaciones y verdades expuestas por Lanier, pero nadie puede negar la capacidad del autor para llevarnos a reflexionar, a conocernos mejor, a abrir el diálogo.

Me duele comprobar hasta qué punto luchas y movimientos transformadores, que en un primer momento nos llenan de esperanza, son degradadas de forma interesada. La reacción, la preparación de los ejércitos de “bots”, tarda un poco en llegar, pero siempre lo hace, sembrando la duda en amplios sectores de población poco habituados a contrastar las informaciones, que se deja influir por tergiversados mensajes repetidos una y otra vez, por memes más o menos ingeniosos. Pensemos en los ataques al feminismo, por ejemplo. Analicemos el modo en que, en diversos frentes, se “exhuman espantosos prejuicios y odios que han permanecido enterrados durante años, haciendo que esos odios pasen a ocupar un espacio central”. Muchas veces, ante determinadas acciones en las redes sociales, tiendo a reproducir el escenario del patio del colegio, donde los típicos abusones levantan la voz y los puños, acompañados siempre de una cohorte de aduladores, frente a estudiantes más débiles, sensibles, o que simplemente se niegan a seguirles el juego. Como periodista me interesa mucho observar la manera en que determinados asuntos cobran relevancia en las redes y restan importancia a otros de mayor calado, actuando como cortinas de humo. Es muy fácil de detectar, sobre todo en Twitter con su sistema de “hashtags”, a través del cual, día tras día, percibimos hasta qué punto se puede simplificar y encanallar el discurso, con tuits absolutamente deleznables de políticos y personajes públicos que buscan incendiar el debate y despertar la agresividad tanto de sus seguidores como de sus adversarios. Asuntos menores, anécdotas intrascendentes, comentarios sacados de contexto, falsas verdades, se convierten en virales mientras que temas de verdad importantes, claves para el futuro de la humanidad, como la urgencia de luchar por el cambio climático, son silenciados.

¿Qué realidad observamos; quiénes están dirigiendo nuestra mirada? me pregunto con frecuencia. Jaron Lanier habla del funcionamiento de un interruptor con dos funciones: solitario o manada. “El modo manada del interruptor hace que prestemos tanta atención a nuestros compañeros y enemigos en el mundo de las manadas que podemos llegar a no ver aquello que sucede delante de nuestras narices”, señala. A lo mismo alude Doris Lessing en su libro de ensayo “Las cárceles que elegimos”, donde nos dice: “Mantener una opinión individual disidente, siendo miembro del grupo, es la cosa más difícil del mundo (…) Deberíamos encontrar las maneras de educar a nuestros hijos en el sentido de fortalecer a la minoría y no, como hacemos por regla general, de venerar al grupo, a la manada”.

Estamos en un punto en el que resulta una obviedad decir que las tecnologías, en su avance imparable, han cambiado y siguen haciéndolo, nuestras sociedades y nuestro modo de vida. Incapaces de adaptarnos a tanta velocidad, como actores y espectadores de escenarios en continua mutabilidad, nos sentimos inseguros, vulnerables, faltos de perspectiva y de horizontes. A la velocidad como símbolo de nuestra época se refería ya Milan Kundera en “La lentitud”: “Nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma (…) nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar y, para realizar ese deseo, se entrega al demonio de la velocidad; acelera el paso porque quiere que comprendamos que ya no desea que la recordemos: que está harta de sí misma, asqueada de sí misma; que quiere apagar la peligrosa llamita de la memoria”. De los peligros de la sociedad de la velocidad, de la búsqueda excesiva de productividad y rendimiento, nos alerta una y otra vez en sus obras el pensador coreano Byung-Chul Han. “Las prisas, el ajetreo, la inquietud, los nervios y una actitud difusa caracterizan la vida actual. En vez de pasear tranquilamente, la gente se apremia de un acontecimiento a otro, de una información a otra, de una imagen a otra…”

Jaron Lanier nos da argumentos para entender qué está sucediendo, para profundizar en todo ello. “La idea de que la verdad ha muerto recientemente es una de las más recurrentes de nuestra época…”, vamos leyendo. Y más adelante: “En esta era de Incordio, la información que les llega a las personas es el resultado de la interacción entre anunciantes manipuladores, empresas tecnológicas ebrias de poder y desquiciadas, y competiciones por el estatus social prediseñadas. Eso significa que hay menos autenticidad en la exploración social que nos ayuda a encontrar la verdad”.

Las democracias, como nos indica el autor, están sufriendo retrocesos terribles y súbitos, y la información basura, los mensajes tóxicos, desestabilizadores, utilizados sin ningún tipo de vergüenza por formaciones políticas y por líderes de opinión, a través de las redes, contribuyen a ello. La falsedad va ganando terreno y nos cuesta reconocerla, porque no nos ha dado tiempo a afinar nuestras antenas de detección. Estamos rodeados de ejércitos de “bots” cuyo cometido es extender falsas informaciones. Los medios de comunicación se suman muchas veces a señuelos y trampas lanzadas en las redes sociales, hacen dejación de su función y no contrastan ni desenmascaran informaciones vertidas por grupos de presión, empresas, instituciones…, contribuyendo con ello a crear una falsa realidad. Compramos productos guiados por las buenas referencias que encontramos en Internet sin pensar que pueden estar escritas por personas artificiales. Nos fijamos y creemos en enlaces, entradas y tuits que han podido ser introducidos por montones de falsos usuarios. Damos importancia a los números, tal vez sin saber que los seguidores pueden comprarse… ¿Estamos a tiempo de que las generaciones más jóvenes no acaben viendo todo esto como normal? ¿Plantearnos estas cuestiones nos convierte en agoreros, catastrofistas, paranoicos? ¿Estamos contra el progreso, lo vemos todo demasiado negro? No hace falta llegar a tanto, pero sí estar más atentos, comprobar, saber leer, poner en contexto, contrastar. Requiere un esfuerzo, pero es la única manera de despejar las brumas de la confusión imperante, de llegar a tocar las raíces de las cosas, de alcanzar un poco de lucidez, de verdad.

¿Por qué hemos de creernos las cifras? ¿Por qué hemos dejado que la realidad sea sustituida por estúpidos números? ¿Por qué creemos que la viralidad es la verdad? se pregunta Lanier. Y nos habla del problemático sometimiento del periodismo al dios de las estadísticas, lo que conlleva que lo importante sea obtener el máximo de clics en las noticias que se publican, a costa de bajar los niveles de calidad y ser más superficiales, agresivos, sensacionalistas. “Hay muy pocos sitios web de noticias independientes, y son muy valiosos. Se han visto arrinconados por Incordio y se encuentran en una situación extraordinariamente vulnerable (…) En Estados Unidos casi no quedan ya medios de comunicación locales de investigación. En este enorme país sobreviven unas pocas redacciones independientes con recursos e influencia (…) Una interpretación positiva sería la siguiente: el hecho de que el periodismo independiente esté en una situación complicada a la sombra de Incordio es señal de su integridad…”, argumenta el ensayista, quien nos recomienda que accedamos a las noticias, no a través de los hilos personalizados en nuestros muros en las redes sociales, sino directamente, a través de los sitios web que nos resulten interesantes y fiables.

“La empatía se pierde en el ruido…” Cada vez somos menos capaces de dialogar con quienes piensan de modo diferente… Las redes sociales pueden fomentar la infelicidad con el establecimiento de estándares de belleza o estatus social inalcanzable… Nos sentimos vulnerables frente a los “trolls”… Nos convertimos en productos… Somos clasificados por algoritmos en función de nuestra orientación política y otros factores, lo cual puede ser más determinante de lo que pensamos… Voy tirando, de manera muy rápida, simplificada, de distintos hilos, argumentos expuestos en esta entrega que cada uno de nosotros deberíamos analizar por nuestra cuenta, de acuerdo con las experiencias vividas.

Jaron Lanier nos habla de la ansiedad social, de “nuestra incapacidad para preservar un espacio en el cual inventarnos a nosotros mismos ajenos a la evaluación constante”, pero no se queda en el diagnóstico de la situación, sino que va más allá e intenta imaginar otras maneras, otros rumbos, ofreciendo propuestas de cambio, de futuro. Ahonda en la creciente pérdida de dignidad económica de muchos sectores (músicos, traductores…) y propone modelos más colaborativos, menos desiguales, no basados únicamente en la publicidad ni en la gratuidad a cambio de manipular a los usuarios y negociar con sus datos. “Incordio no es la única posibilidad. Nos sentimos atrapados en esta certeza, pero la trampa está solo en nuestras cabezas”, nos transmite. La búsqueda de otras alternativas no es sencilla, pero lo cierto es que pocos se afanan en la labor.

Son muchos los temas que merecen atención en este libro. Son muchos los análisis y datos de interés. Resulta curioso, por ejemplo, que en las últimas elecciones en EE.UU, facebook ofreció proporcionar un equipo de personas que trabajasen directamente en las campañas de Donald Trump y Hillary Clinton, ayudando a maximizar el uso de sus plataformas. Fue el primero el que aceptó la oferta. Da que pensar… Otro aspecto de mucho interés es el de la pérdida de misterio a la que nos conducen las nuevas tecnologías. No todo puede ser robotizado, optimizado. Los seres humanos respondemos a otro lenguaje: el de las emociones, el de la imprevisibilidad, el de la espiritualidad, el de la creatividad… Os animo a leer el libro, a abrir el debate. Concluida la lectura podemos decidir borrar nuestras cuentas o al menos, como es mi caso – de momento – seguir algunas de las recomendaciones que hace Jaron Lanier para movernos de manera menos tóxica por Internet.

“Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato”, de Jaron Lanier, ha sido publicado por Debate, traducido por Marcos Pérez Sánchez.

Samanta Schweblin y sus “Kentukis”, una distopía muy cercana

“En Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato”, Jaron Lanier señala que “todo el mundo está sometido a un nivel de vigilancia propio de una novela distópica”, refiriéndose en otro momento a “la increíble perspectiva propia de dioses que se tiene desde Silicon Valley”, donde “tanto las personas como los algoritmos pueden ver siempre quién ha escrito qué y cuándo; y quién lo buscó y lo leyó y cuándo”. Nos dice el autor que podemos contemplar todo esto como si estuviésemos observando un hormiguero, mientras “las diminutas hormigas lo saben. Saben que están siendo observadas…” Alude a que esa sensación, la de ser observados por personas aparentemente superiores, que en realidad pueden ser nuestros antiguos compañeros de colegio trabajando en alguna plataforma de Internet, puede ser “degradante y deprimente”.

No se me ocurre mejor preludio para dar paso a la lectura de “Kentukis”, la nueva novela de la escritora argentina Samanta Schweblin, quien plantea una distopía que nos suena demasiado cercana y que destapa el miedo, la inseguridad, ansiedad y vulnerabilidad de un presente marcado por la necesidad de llenar vacíos y soledades, una vez caídos los ideales, quebrados los puentes de la autenticidad en las relaciones, el sentido de comunidad. Ahí, en una geografía a la intemperie, es donde triunfa la tecnología. Los kentukis son unos peluches muy particulares, mascotas adictivas de última generación que se compran al precio de 279 dólares y que observan e interactúan con sus usuarios. Tras ellas se esconden otras personas con motivaciones y propósitos ocultos. De su mano, la autora alcanza un irresistible punto de perversidad y morbosidad, construye un mecanismo narrativo a modo de relatos, de historias que se cruzan, con el punto en común de la adquisición de esos fantásticos y endiablados animalillos capaces de transformar la vida.

La ficción se convierte aquí en metáfora, en espejo de una sociedad enferma, confundida, que confía en que la tecnología como medio para sobrellevar sus carencias. De una u otra manera, en una u otra de las historias que se nos cuentan, acabamos reconociendo comportamientos, estampas de absoluta actualidad. Con su capacidad para la sugerencia, para abrir grietas de extrañeza en lo aparentemente normal, Schweblin saca a la luz los puntos débiles, las fragilidades, contradicciones y búsquedas de sus protagonistas, sacudidos por la entrada en sus vidas de una nueva tecnología, de un extraño mecanismo que les cuesta descifrar, de cuyos peligros no acaban de ser conscientes.

Se abren las puertas de la intimidad a mascotas que actúan como vigilantes, como voyeurs. El juego se entabla entre dos tipos de personas: las que quieren ser miradas y las que prefieren mirar. El tema de la identidad, de lo que queremos ser, de lo que aparentamos ser, de los que somos realmente, es clave en esta entrega por la que vamos caminando a ciegas. Ese extrañamiento, el descubrimiento del que, como lectores, vamos siendo testigos, a la par que los distintos protagonistas, es esencial en el mecanismo de la novela; de ahí que prefiera no revelar demasiados detalles en lo que atañe a las líneas argumentales. “Se sentía cerca de algún tipo de revelación, era un proceso que conocía, y la sola excitación por alcanzar una conclusión compensaba la somnolencia…”, transcribo estas frases correspondientes a una de las historias, la de Alina y su peluche cuervo, el Capitán Sanders, que será crucial en el conocimiento de sí misma y de su novio, Sven, un pintor no tan inofensivo y noble como a simple vista parece.

Pensamos en robots domésticos, en Inteligencia Artificial, cuando vamos leyendo, pero en realidad es el modelo de las redes sociales el que se lleva al extremo. Aquí existe la posibilidad de conectarse con personas de cualquier parte del mundo, personas que pueden entrar en casas de otros con su pleno consentimiento, acceder a nuevas geografías y realidades, con las sorpresas y peligros que ello conlleva, dándose situaciones de ansiedad, de adicción, de enamoramiento, de humillación, de delito… Y de fondo, la necesidad de huir de lo habitual, de tener otras vidas, de albergar secretos… Son densos, complejos, los pasadizos que abre esta novela que nos sitúa en los horizontes movedizos, desconocidos, que se están abriendo con las nuevas tecnologías y nos lleva a reflexionar sobre el contraste entre la velocidad a la que nos someten y la fijeza de nuestras emociones y sentimientos, imperturbables a través del tiempo, generación tras generación.

Dispositivos, tarjetas de conexión, códigos, direcciones IP, cámaras, instalaciones de software, dispositivos de carga, servidores centrales, links, alertas, experiencias virtuales… “Estaré loca pero por lo menos estoy actualizada”, piensa Emilia, feliz por disponer de otra vida a la que asomarse, con la que ampliar su monótona rutina. La aparición de una tecnología tan sofisticada supone un vacío legal que aprovecha otro de los protagonistas, Grigor, un hacker que ve la oportunidad de hacer el negocio de su vida, ofreciendo la oportunidad de elegir el tipo de compañía, de aventura que aguarda tras un Kentuki concreto. Porque es consciente de que “había gente dispuesta a soltar una fortuna por vivir en la pobreza unas horas al día, y estaban los que pagaban por hacer turismo sin moverse de sus casas, por pasear por la India sin una sola diarrea, o conocer el invierno polar descalzos y en pijama. También había oportunistas, para quienes una conexión en un estudio de abogados de Doha equivalía a la oportunidad de pasearse toda una noche sobre notas y documentos que nadie más debería ver…”, accedemos a sus pensamientos.

En otra de las piezas, estancias, de la novela, conocemos a Cheng Shi-Xu, que “había comprado una tarjeta kentuki y había establecido su conexión con un dispositivo de Lyon. Desde entonces pasaba más de diez horas por día frente a su computadora. Su saldo bancario bajaba día a día, los amigos ya casi no llamaban y la comida basura le estaba haciendo un agujero en el estómago…”

Podemos reconocer situaciones cercanas a esta en nuestro día a día. ¿Estamos preparados para asumir el ritmo al que todo está aconteciendo en el siglo XXI? ¿Acabaremos adaptando y controlando los cambios o terminaremos rotos en pedazos, aniquilados nuestros pilares básicos de entendimiento, de percepción? La mayoría de los personajes de Schweblin no salen muy bien parados de la experiencia a la que son sometidos. Seres con buenas intenciones que solo buscan algo de compañía, de complicidad, acaban golpeados, anulados por situaciones que se les escapan de las manos, que los sobrepasan, pero queremos creer que acaban aprendiendo.

¿Supone eso que acabarán cerrados a los demás, aún más aislados, o que volverán a recuperar hábitos y costumbres menos artificiales: el paseo, la conversación, el abrazo directo…? nos preguntamos a medida que avanzamos en la lectura. Son interrogantes que abriremos cada vez más, a medida que avancemos en este tiempo lleno de desafíos, en el que nos estamos jugando el futuro como civilización, como especie; en el que corremos el peligro de perdernos en túneles virtuales, en realidades falsas; observados, vigilados, manipulados, incapaces de parar amenazas tan urgentes y reales como la del cambio climático.

Para poner el punto final, vuelvo a Ursula K. Le Guin. Su propósito era sacudir su propia mente y la de sus lectores, a fin de promover cambios de conciencia, de acabar con la inercia paralizadora, con “la costumbre timorata de pensar que la manera en que vivimos ahora es la única manera en que se puede vivir”. Samanta Schweblin nos pone ante una realidad que ya está aquí. Del mismo modo que Jaron Lanier, pero a través de los mecanismos de la ficción, consigue despertarnos, encender una llama de lucidez allí donde todo parece oscuro, desconocido, infranqueable, y también irremediable. Las tecnologías no son entes fantasmagóricos, están creadas y controladas por seres humanos. Se trata de quitarles ese carácter intocable, sagrado, que les estamos concediendo. Se trata de influir como usuarios, como consumidores activos y responsables, en su evolución; de decidir de qué manera podemos usarlas para mejorar nuestras vidas, no para desquiciarlas.

“Kentukis”, de Samanta Schweblin, ha sido publicado por Literatura Random House.

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. Nota adicional:

Si en todo comienzo de año nos hacemos propósitos, este artículo parte de un propósito muy personal que tiene mucho que ver con el trabajo, la experiencia y el desarrollo de Lecturas Sumergidas. En un principio, las redes sociales, especialmente facebook, fueron una herramienta importante para dar a conocer nuestros contenidos, pero en un momento dado empezamos a percibir claramente que teníamos dos opciones: entrábamos en el juego del negocio propuesto por la plataforma o nos arriesgábamos a la invisibilidad, a ser cada vez menos mostrados en los hilos de contenidos de nuestros seguidores. O pagábamos por difundir cada uno de nuestros artículos, por planes de publicidad permanentes, ofrecidos constante y machaconamente, cada vez que publicamos algo, o desaparecíamos.

En un par de ocasiones, al comienzo, cuando los precios de la publicidad eran mucho más bajos que ahora, probamos con pequeñas cantidades de dinero (menos de 50€ en total), pero muy pronto nos dimos cuenta de que esa era una carrera sin retorno, de que nuestro propósito no era inflar nuestras cifras de seguidores sino llegar a lectores potenciales, de calidad. Ni queremos, ni podemos entrar en ese juego absolutamente perverso. ¿Nosotros y otros medios independientes, que seguimos creyendo en el periodismo especializado e independiente, que nutrimos con nuestros contenidos gratuitos el flujo de información en Internet, tenemos que pagar para llegar a los lectores, para ser vistos…? Es disparatado. ¿Qué sucede para que tantos medios estén aceptando la maniobra sin rechistar? ¿De qué manera se están moviendo los hilos…? Las respuestas a muchas de estas preguntas las he encontrado en el libro de Jaron Lanier del que acabo de hablaros.

El propósito de Lecturas Sumergidas para 2019 es haceros llegar el mensaje de que entréis directamente en nuestra revista y de que os animéis, siempre que podáis, a contribuir con vuestras aportaciones a hacer posible nuestro trabajo. Por ello hemos puesto en marcha una campaña de crowdfunding para hacer posibles las seis ediciones sumergidas previstas para 2019. El poder de una comunidad lectora está, solo puede estar, en la colaboración directa entre lectores y medio. Sin compromiso por parte de los lectores el periodismo independiente, en cualquier ámbito, acabará desapareciendo. No les demos la razón a quienes, movidos por sus propios intereses, pueden acabar consiguiéndolo.

{ Lecturas Sumergidas }

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